La unanimidad es total en el rechazo del arco político chileno a la denuncia de Bolivia presentada en La Haya por una salida al Pacífico tras años de reclamos sistemáticamente desoídos. Luego de una guerra en la que Bolivia perdió 400 kilómetros de litoral marítimo. La queja de la Cancillería argentina propiciada por bramidos impropios de soldados en ejercicio, la discriminación sufrida por peruanos y colombianos... no pueden tomarse como eventos aislados. Chile es el único país de América latina que tuvo y tiene conflictos por el territorio con absolutamente todos sus vecinos y hasta con Ecuador –con el que no limita–. Estos hechos no son casuales ni abarcan sólo a un sector de la sociedad. Son el efecto cultural de un relato geopolítico sobre “una idea de nación” y su inserción en el mundo llevado a cabo –con asombrosa continuidad por más de un siglo– bajo gobiernos de diversos signos, principalmente la dictadura militar durante los casi veinte años que duró.
¿Cómo se construyó el relato?
Si hay un lugar originario de aislamiento en relación al resto de América latina en el imaginario chileno es el constituido por las consecuencias políticas de la victoria de Chile en la guerra del Pacífico que implicó no sólo la perdida para Bolivia de su salida al mar y para Perú de Iquique, Tarapacá, Arica y Tacna sino su “chilenización” –durante las dos primeras décadas del siglo 20–, o el diseño institucionalizado de una política de aniquilación de identidades culturales en dichos territorios, llevada a cabo rigurosamente a partir de tres ejes ideológicos clave: la escuela, el servicio militar y la Iglesia Católica, que fue “exportada” al resto del país y vehiculizada por el Ejército y las Ligas Patrióticas. Asumiendo –a veces– la forma de “Pogroms” contra poblaciones peruanas y bolivianas. La percepción distorsionada que existe de homogeneidad étnico-cultural y su asociación con la grandeza y el bienestar de la nación son el producto de la forma en que el Estado chileno ha elegido históricamente para dirimir los profundos conflictos de multiculturalidad a través de la negación e invisibilización de un otro indígena o extranjero
excluyentemente latinoamericano. La expansión territorial ha sido central a la estrategia constitutiva del estado nacional a diferencia del poblamiento como en el caso argentino. La mirada fisiócrata donde el valor central de la economía es la tierra más que el capital o el trabajo (como en nuestro país) junto con un imaginario geográfico de encierro entre el Océano Pacífico y los Andes alimentaron dicha expansión.
El golpe del 73 toma esta mirada capitalizando simbólicamente los triunfos militares y declara la “segunda independencia”. Una de las consecuencias es el decreto ley 1.094 del año 1975 que es un simple reglamento de extranjería. Aún hoy no existe en Chile una ley de inmigración clara, los extranjeros sólo pueden residir en el país con contratos laborales, como muy pocos lo obtienen, la mayoría acaba siendo explotada y discriminada. Las amnistías declaradas en los últimos años (la última bajo la gestión Bachelet) dan cuenta de la negación institucional del problema.
Pinochet produjo en los 70 la “geopolítica de Chile” texto cuyos contenidos descendieron rápidamente al sistema educativo y en los que se consagra la idea de “espacio vital” tomada del geógrafo alemán Friedrich Ratzel, quien usó nociones de la biología evolucionista para el análisis de las relaciones entre las naciones: en su teoría del “Lebensraum” sostiene que: así como en la naturaleza, la selección natural indica que una especie para sobrevivir debe invadir el espacio vital de otra similar con la que compite –si no quiere ser condenada a la extinción–, una nación debe expandirse para no ser invadida y suprimida en la historia. La transferencia indiscriminada y acrítica de conceptos de la biología al análisis de las relaciones sociales, justificada por el prestigio del que gozaba la misma a fines del siglo 19 tuvo consecuencias nefastas: como la legitimación nazi de la invasión a Polonia y Checoslovaquia. En Chile el contenido de esta experiencia áulica es bien conocido: una cartografía distorsionada –donde la Patagonia, es caprichosamente manipulada, y las Malvinas británicas–apelaciones altisonantes al orgullo y la valentía araucana, –mientras los pueblos originarios mapuches y tehuelches vivían y aún viven en la pobreza extrema en sitios remotos–, una exageración del valor de los recursos naturales y la tierra, en su rol para el desarrollo de la nación, junto con una mirada de sospecha hacia los países vecinos. Estas nociones calaron profundamente en el sentido común del pueblo chileno y fueron funcionales a una gestión que apeló –cuando le convino– al nacionalismo para perpetuarse en el poder, magnificando la hipótesis de conflicto externo –como herramienta de disciplinamiento social, en donde el fuerte conflicto interno –que generó la aplicación del modelo neoliberal– quedó subsumido a un segundo plano.
En nuestro país el caso es distinto: el gobierno militar también recurrió de forma oportunista al nacionalismo –como en Malvinas– a poco de la manifestación más importante contra la dictadura del 30 de marzo, o el Beagle, pero más allá de estos brotes espasmódicos la dialéctica funcionó en clave de enemigo interno, y cuando no –el externo– asumió las típicas formas fantasmagóricas del “comunismo” o “subversión marxista internacional”, exponiendo las contradicciones de un régimen militar débil –en lo que toca a la defensa de la soberanía– pero obsesionado con la represión de compatriotas. Además hubiera sido imposible que calara una agenda geopolítica “a la chilena” en un país extenso y heterogéneo étnica y culturalmente, cuyo mandato fundacional, nutrido de los idearios de la ilustración francesa, consagra la tolerancia hacia el extranjero, funcional a la necesidad de poblar vastos territorios. A pesar de lo dicho no puede negarse que haya problemas en nuestro país sólo que no se manifiesta masivamente como “odio hacia lo extranjero” o amenaza a la integridad nacional y territorial, sino que asume formas más propias de la discriminación clasista.
El espacio económico de Chile refleja la lógica imperante: una estructura de comercio internacional integrada –vía marítima– mediante los puertos del Pacífico, con el sudeste asiático, América del Norte y en menor medida Perú y Colombia.
Vientos de cambio. Actualmente y a pesar del incidente con Bolivia, la situación es bien distinta. El gobierno chileno contempla como una posibilidad atrayente la integración con los países del Atlántico especialmente Brasil. Sin embargo, como una pesada rémora del pasado, la Cordillera de los Andes que –convenientemente– separó países cuando los dictadores de ambos lados alimentaban miedos, continúa siendo un obstáculo infranqueable. Los pocos pasos cordilleranos habilitados para carga no están en condiciones de soportar un comercio sostenido: los constantes cierres por días o semanas encarecen exponencialmente los costos de transporte, el proyecto del ferrocarril de cargas entre Buenos Aires y Valparaíso siguiendo el mismo trazado del viejo ferrocarril a cremallera que hubiera sido una opción interesante para disminuir la congestión de camiones no ha avanzado, y aunque en ambos lados hay optimismo por las obras de Aguas Negras, también hay cautela y desconfianza. Habrá que ver cómo evoluciona. Lo que sí parece más difícil en el marco actual, es un reflujo del discurso anacrónico del falso nacionalismo. Como la economía manda, es de esperar que el impulso integrador a nivel hemisférico promueva mayores acercamientos. Seguro que los nuevos vientos de la política irán lentamente modificando los vínculos entre países hermanos. Pero acaso los discursos y actitudes marcados a fuego en la conciencia de un pueblo tardarán aún muchos años más en cambiar.
*Geógrafo UBA, Magíster Universidad de Nueva York.