Una sociedad donde la incertidumbre y el temor dominan no crea la mejor atmósfera para el cambio y el progreso. En esta nueva forma de demanda dominante, el futuro pierde relevancia frente a peligros del presente. Las expectativas se centran en lo inmediato.
La resolución de las demandas de esa sociedad de riesgo es, por lo tanto, una condición para avanzar en la creación del mito del futuro, ese sueño que atrae y moviliza a las naciones.
Un aspecto particular de la incertidumbre es el temor a la ingobernabilidad, que en nuestra sociedad tiene más peso que valores e ideologías −de por sí, ya poco presente en sociedades sin fines−, es decir, “no voto por lo que creo sino por lo que puede durar”.
Algunas veces, la cuestión adopta un tono fatalista: “A la Argentina sólo la pueden gobernar el peronismo o el establishment. Una tercera opción es inviable”. Por cierto, ésta es la expresión más sencilla y rústica de una cuestión compleja.
Si ésta fuera la realidad, si el dilema de la gobernabilidad se planteara en esos términos, la obligación del pensamiento y la acción política es resolverlo, no lamentarse. Sin embargo, no creo haber escuchado propuestas provenientes de los que adhieren a este fatalismo.
Nuestro país presenta una estructura de poder y de fuerzas políticas de rasgos singulares. Por un lado, la derecha política argentina es la única en Sudamérica que nunca –hasta ahora−ganó elecciones. Fue incapaz de construir un proyecto que fuera más amplio que la base social que representa, las minorías especuladoras.
Por el otro lado, el partido de base popular, el peronismo, viene de una tradición que lo acerca mucho más a experiencias autoritarias que a las típicas formaciones de izquierda o socialdemócratas, de base republicana.
Es difícil justificar que una propuesta política que intenta modernizar el país pase por alto estas peculiaridades argentinas. Sobre todo, cuando se puede comprobar que desde que han ocupado el centro de la escena, sucesivamente, el país vivió en la inestabilidad y deterioro permanentes.
La crisis de 1929, que rompió la inserción de la Argentina en el sistema de comercio mundial, produjo un conjunto de efectos que cambiaron la fisonomía del país. Por un lado, la aparición de los golpes militares en nuestra historia a partir de 1930. Por el otro, la derecha apostó erróneamente al futuro restablecimiento de la estructura de comercio mundial que había regido hasta la crisis.
Bajo esta creencia, en el proceso de sustitución de importaciones iniciado en 1930 para reemplazar los productos que ya no llegaban a nuestros puertos, la apuesta fue por un tipo de producción fuertemente intensiva en cuanto a mano de obra. El capital se movió poco en los años posteriores a la gran crisis.
La nueva industrialización se hizo entonces sobre la base de las grandes migraciones internas. En la década del 30, un millón de recién llegados formaron el nuevo proletariado de Buenos Aires. Gino Germani, fundador de la Escuela de Sociología de la Universidad de Buenos Aires, dedicó gran parte de su trabajo al estudio de este proceso de cambio interno.
Ni el sindicalismo, de tradición europea, ni los partidos de base popular −el radicalismo, el socialismo e incluso el comunismo− advirtieron que la sociedad cambiaba. En ninguno de los periódicos de esas formaciones políticas se señala la transformación del proletariado. La nueva sociedad fue ignorada. Naturalmente, este fenómeno social, que no era reconocido por ninguna organización de la época, quedaba desamparado. El peronismo terminó ofreciendo lo que ningún otro le había dado.
Así, la Argentina, carente de un partido burgués y de uno proletario, de oposiciones entre derecha e izquierda, definió en aquellos años el perfil de su estructura política −hoy infrecuente en el resto de los países de la región−, bajo cuya hegemonía el país se mantuvo fuera de las grandes corrientes modernizadoras.
Esta sociedad, con estos rasgos particulares, desarrolló también una trama original de relaciones de poder que debería formar parte de la agenda de los movimientos progresistas. No puede abordarse la idea de la transformación del país ignorando este dato básico.
Creada en 1981, la Multipartidaria reunió fuerzas diversas en una acción política conjunta para que la dictadura abandonara el poder y se restableciera la democracia.
Pero la Argentina tiene algo de ese rasgo de creer que la victoria del otro debe ser superada. ¿Para qué hacer el consenso si yo puedo ganar solo? ¿Para qué si eso le da poder al otro? ¿Para qué si en realidad podría cerrar acuerdos que pueden garantizar una relativa tranquilidad con los poderes fácticos? No hemos sabido construir ni consensos ni su razón de ser.
Los argentinos aún no hemos probado el ejercicio de las coaliciones de gobierno. Hasta ahora, solamente hemos intentado alianzas electorales, que apenas comenzado el ejercicio del poder se disuelven o terminan con el enfrentamiento de los sectores que las constituyen. Prácticamente no registramos en nuestros esfuerzos políticos la construcción de coaliciones de gobierno, con modelos cercanos a lo que vemos en Chile, Brasil y Uruguay.
Quizá, si pudiéramos imaginar la idea de un bienestar sustentable como objetivo nacional y crear nuevas formas de vínculos políticos a través de coaliciones de gobierno, podríamos crear los caminos que nos conducirían a romper el movimiento de péndulo de ilusiones y fracasos.
La sociedad argentina ha ido olvidando paulatinamente cómo llegó al punto en que se encuentra. Si los dirigentes no construyen propuestas −no me refiero, como mencioné, a las trivialidades que todos compartimos− ni la ciudadanía las exige −reiterando su encanto por los espejismos−, entramos en una peligrosa dialéctica entre quienes no ofrecen y quienes no demandan. Impedirlo es un desafío para la Argentina de este tiempo.
*Politólogon y ex canciller. / Fragmento de su nuevo libro Un péndulo austral (Capital Intelectual).