El Gobierno no vende sueños. No quiere venderlos. Muchos argentinos esperan otra cosa, necesitan sueños colectivos. Incluso algunos socios del Gobierno querrían ser parte de un proyecto político que pueda albergarlos y se sienten un poco frustrados porque eso no ocurre. En cambio, el Gobierno propone simplemente un país que funcione, sin notas exultantes. El país que el Gobierno propone tiende a estar menos dividido, es en mayor medida “un país de todos”; para alcanzarlo, el Gobierno insiste también en “por todos”, todos tienen que contribuir a él. Ese país se diría que no es muy convocante, no entusiasma, aunque en definitiva, si se lo alcanzase, la mayoría terminaría por aceptarlo.
Curiosamente, muchos argentinos proclives a comprar sueños colectivos con facilidad ahora aceptan esto que el Gobierno de Macri les propone. La aceptación es silenciosa, las voces de los que se oponen resuenan mucho más. Pero los números de las encuestas son elocuentes. Y son distintas encuestas, no hay mucho margen para la duda. Hasta cuando el Gobierno profundiza una grieta, la que lo separa del gobierno anterior, y abusa de las culpas heredadas para justificar los pobres resultados obtenidos, son más los argentinos que lo aceptan que los que lo rechazan. De acuerdo con la última medición de Grupo de Comunicación, un 54% de los encuestados opina que la situación del país es peor que hace un año, pero la proporción que ve con pesimismo el futuro desciende a 34% y la aprobación del Presidente se sitúa en un nada despreciable 48% –mostrando una erosión muy pequeña a lo largo de los últimos meses–. El factor más aceptado entre los varios que se proponen para explicar que la inflación no baja es “los errores del gobierno anterior”.
Por cierto, el país tranquilo y sin grietas también es un sueño, no es el país real de hoy. Además, ese país puede llegar a ser aceptable, pero siempre y cuando efectivamente funcione, y ése está lejos de ser el caso. Para dejar de soñar hay que encontrar una realidad razonablemente aceptable mientras se está despierto. La Argentina menos conflictiva, más ordenada, que el gobierno de Macri propone debe alcanzar estabilidad de precios, una tasa de crecimiento con signo positivo, fuerzas de seguridad eficientes y confiables, una infraestructura actualizada. Sin eso, la opción se desmorona.
Toda la región está sometida a una tensión parecida. Compiten dos corrientes distintas: una que busca profundizar desequilibrios para lograr grandes cambios, otra que tiende a converger al centro para asegurar cambios pequeños pero sostenibles. La opinión pública, en cada país, se inclina por una u otra de esas corrientes. En América Latina la ola actual parece ir hacia la convergencia al centro, después de una larga década de búsqueda de desequilibrios. Hoy, Brasil, Chile, Uruguay, Paraguay, Perú, se mueven en esa dirección. Brasil tiene un gobierno provisorio que no conmueve a nadie pero es apoyado; en Chile encabeza las encuestas Sebastián Piñera; en Uruguay gobierna el Frente Amplio pero aplica políticas hipermoderadas; en Perú fue votado el candidato de la “derecha liberal”, quien derrotó a la candidata de la “derecha populista”. Los países todavía bajo gobiernos de signo “bolivariano” están en dificultades, en mayor o menor medida. Cuba dejó de ser su referente, Venezuela penosamente se debate entre el desgobierno, el caos o un cambio político más definitivo, Ecuador y Bolivia ya no constituyen modelos de referencia para el resto del continente. Y hay otra ola, en la que están en alza los electorados enojados, impacientes, que se vuelcan a opciones políticas más radicalizadas. Esa ola es hoy fuerte en Estados Unidos y en México, por tomar los casos más evidentes. Gane quien gane en esos países –en Estados Unidos dentro de pocos meses, en México dentro de dos años– está claro que son sociedades con fisuras más hondas.
Gobierno paciente. En todas partes existen problemas coyunturales acuciantes y problemas estructurales complejos, realidades locales y situaciones de raíz exógena. En la Argentina el Gobierno no parece demasiado impaciente por los resultados coyunturales que no llegan, ni tampoco por las condiciones de adaptación a las complejidades estructurales. En el corto plazo el país dependerá ante todo de la coyuntura, pero la Argentina del futuro dependerá en gran medida de esos grandes núcleos de problemas estructurales.
La búsqueda de las coincidencias políticas necesarias para pavimentar los caminos, y que inevitablemente remueven el suelo y generan ripio, son manejadas por el gobierno nacional con una parsimonia que por momentos es llamativa. Quienes ya están pensando en 2017, y en las listas que concurrirán a la competencia electoral, empiezan a ponerse nerviosos. Pero también resuenan voces hablando de los problemas de fondo. Por ejemplo, hace pocos días, en el Coloquio de la Unión Industrial de Córdoba, el gobernador Schiaretti y algunos miembros del gobierno nacional apuntaron a uno de los núcleos de la competitividad argentina, los precios de muchos insumos industriales. Será imposible mejorar cosas como ésas sin avanzar en algunos frentes conflictivos. Del mismo modo, pacificar el frente sindical entra en tensión con el sinceramiento de algunas realidades de los costos laborales en nuestro país. También estos días trascendieron los lineamientos de un “plan productivo” que el Gobierno estaría preparando (Clarín, el 31 de julio, lo cubrió con amplitud); pero son trascendidos, no mensajes transmitidos con claridad meridiana.
Esos son caminos para avanzar hacia un país que funcione, cuyos habitantes vivan mejor. No son caminos que muevan a grandes sueños, pero tal vez sea efectivamente cierto que la sociedad está preparada para aceptarlos. Avanzar sin soñar, sin plantear nuevas divisiones, produciendo soluciones paso a paso. Es un desafío a este gobierno y a todos los sectores políticos que aspiran a serlo, o a formar parte de un gobierno, algún día.