En el Bafici que hoy termina hay un documental sobre Mauricio Kagel donde se narra su vuelta a la Argentina después de 40 años. El compositor, sorprendido por el entusiasmo y hasta la devoción que despierta su obra entre los jóvenes intérpretes, dice que la música sirve en la Argentina de refugio y de antídoto contra las dificultades políticas y sociales. Algo así parece ocurrir con el propio festival de cine: es un mundo dentro del mundo, un espacio en el que durante casi dos semanas, la vida real no penetra. El efecto es, en realidad, un poco más complejo: el ámbito de la muestra proporciona la posibilidad de asomarse al mundo sin ser aplastado por él. Algo así dice Godard en otro documental que lo muestra viejo y casi derrotado: el cine es aquello que sólo se puede ver con una cámara.
Con una pequeña cámara sale la joven cineasta Xiaolu Guo a recorrer Beijing, asombrada por la transformación de la ciudad que se prepara para los Juegos Olímpicos y, sobre todo, porque uno de cada diez habitantes es obrero de la construcción. Con cautela, tratando de evitar la censura impuesta por el gobierno y las empresas contratistas, le va preguntando a los trabajadores por su realidad. Venidos de provincias lejanas, son el único medio de que su familia campesina sobreviva en la nueva China del matrimonio entre el capitalismo salvaje y los rasgos más opresivos del comunismo. Uno de los entrevistados reconoce aterrorizado que además de practicar un trabajo inhumano, corre el riesgo de que no le paguen y tenga que volver a su hogar vencido y humillado. Xiaolu Guo, no sin cierta culpa, comenta que esa masa de obreros explotados, amenazados por una muerte prematura, están construyendo los edificios que habitarán los privilegiados como ella.
En La Blessure, Nicolas Klotz se ocupa de la violencia del estado francés contra los inmigrantes y en La Question Humaine, de la relación entre el lenguaje de las corporaciones y el del nazismo. En privado, habla de la invisibilidad que las cuestiones sociales han adquirido en el cine de su país y de un terror que impera entre sus colegas, una autocensura que no responde al signo conservador del gobierno de Sarkozy sino a la conciencia de que los privilegios de ser cineasta se pagan con el silencio. Un programador italiano lo escucha y agrega que Berlusconi acaba de triunfar por escándalo después del fracaso de la izquierda, pero que la pérdida de espacio que sufre la crítica de cine no se debe a la maldad de la derecha, sino a que los propios críticos se pliegan al pasatismo que mandan los tiempos y son responsables así de su propia irrelevancia, artífices de su destino sin gloria.
¿Y entre nosotros? Entre las doce películas que compiten en las secciones internacional y argentina, predominan las comedias y las aproximaciones privadas al mundo. Apenas dos documentales abordan temas más sociales. Uno habla de una ciudad destruida por la violencia autoritaria y resurgida años más tarde como gigantesca kermés. El director prefiere adherirse a los festejos antes que ahondar en cuestiones más dolorosas. La otra película habla de una cárcel, un tema que demostraría por sí solo que los derechos humanos no son una prioridad de los gobiernos nacional ni provincial. Pero la aproximación es tímida: en ese lugar hay mejores condiciones de vida que en el resto de las prisiones porque los presos son evangelistas y se pasan el día alabando a Dios y proclamando las bondades de la disciplina. Para ellos –así lo afirman sus líderes– la cárcel es una iglesia
Unidad 25 puede ser una buena metáfora para el Bafici y, por qué no, para el cine argentino en general. Un montón de gente encerrada entre cuatro paredes, celebrando entre hermanos la magnanimidad de un dios que les concede la posibilidad de orar todo el día, de leer sólo literatura religiosa, de no contaminarse con las tentaciones del Maligno. Es una actitud gregaria, tal vez un poco cobarde. Pero afuera acechan las hordas.