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Hablar dos veces

En Semana Santa pasé por el cruce de las rutas 7 y 65, a la salida de Junín, donde hubo un corte contra las retenciones. Nadie me detuvo. El parque automotor resplandecía en un paisaje parecido al que puede verse durante el verano en la esquina de Bunge y Libertador de Pinamar.

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En Semana Santa pasé por el cruce de las rutas 7 y 65, a la salida de Junín, donde hubo un corte contra las retenciones. Nadie me detuvo. El parque automotor resplandecía en un paisaje parecido al que puede verse durante el verano en la esquina de Bunge y Libertador de Pinamar. Era una fronda de Toyotas Hilux –que en el campo son menos un bien suntuario que una herramienta costosa pero útil–, con incrustaciones muy puntuales de realidad más modesta: alguna vieja F 100, algún auto familiar picado en los guardabarros, algunas motos montadas por curiosos.
Los chacareros que vi no le hacían honor al sistema de la moda que impuso Don Segundo Sombra. Llevaban, en su mayoría, esos extraños sombreros de ala ancha que suelen usar en Texas los magnates del petróleo. Se ve que borrar las marcas locales es la nueva tradición del gaucho satelital argentino. El espectáculo no me sorprendió. Los había visto una semana antes en la Expoagro de Armstrong, un pueblo de Santa Fe al que se llega luego de atravesar un mar interminable de soja que flamea en olas verdes de prosperidad.
Mi impresión de esos días se completó con la excursión a un campo de 600 hectáreas con siembra de soja (la soja es un fantasma omnipresente en la pampa, mucho más que su brisa y su poesía, pero no conozco ningún argentino –pero ninguno– que la coma). Acompañé a mi suegro a buscar un cordero. El puestero del campo nos recibió matándolo en dos minutos. La sabiduría manual y la frialdad de ese hombre era asombrosa. Mientras respondía mis preguntas mirándome a los ojos, abría el cordero en canal y preguntaba: “¿Con cabeza o sin cabeza?”. Ese hombre humilde no estuvo en el paro. Le pagan un sueldo magro, le dan una casa pequeña y oscura con piso de tierra –donde vive con su familia– y le habilitan unas hectáreas para criar, matar y vender animales.
El propietario del campo no sé qué hace porque no lo conozco, pero leí un artículo de Enrique Martínez, presidente del INTI, en el que decía que un campo de 50 hectáreas podía ser arrendado para trigo-soja por U$S 25 mil anuales, o trabajado por U$S 40 mil, prestándose al stress del riesgo. Si yo fuese propietario de 600 hectáreas, las arrendaría y me dedicaría a fumar habanos bajo mi sombrero de ala ancha texano y a hablar boludeces en el tono de un profesor en el Club Social del pueblo (si fuese Amalia Lacroze de Fortabat tendría su Turner, lo único que realmente le envidio). Pero si tuviera 50 o 100 hectáreas me hubiera entregado sin dudarlo a la aventura de la producción y, por añadidura, al corte de ruta.
Sobre los mitos un poco rancios del campo que aseguran que el campo es la nación y el único sector que trabaja y le da cosas al país, me gustaría introducir algunas objeciones. El campo no es la nación, sino una propiedad privada que produce. Ningún chacarero hace más horas hombre anuales que un oficinista de Buenos Aires. El país le compra al campo, por lo tanto no es su beneficiario: es su mercado cautivo. Nos son cosas dichas contra el campo sino contra su mitificación.
Que a la plaza hayan ido a protestar personas que no distinguen un poroto de soja de un ajo habla menos de una protesta horizontal que de una reunión esperpéntica movida por el odio ideológico a Cristina. Es cierto que a ella le costó mucho –demasiado– administrar el problema en el terreno en el que todavía se hace política: el terreno del discurso. La prueba es que tuvo que hablar dos veces. Y en la segunda aprendió que hablar no es otra cosa que saber entonar para alguien.