LA PRESIDENTA. Al inaugurar el período de sesiones ordinarias del Congreso, recuperó parte de la kinestesia previa al fallecimiento de su marido. |
Mi familia podría clasificarse como de clase media gorila. De chico me contaban –creyéndolas verdaderas– las clásicas historias que difamaban a Perón y Evita. A lo que agregaban sus propias experiencias: mi madre recién recibida de maestra para ejercer en una escuela tenía que afiliarse al peronismo, mi padre trabajaba en una linotipo que, por componer textos del boletín del Partido Socialista, la Policía clausuró. Nunca di importancia a esos relatos que escuchaba, con la condescendencia que se tiene frente a algo prehistórico e inofensivo.
Ya en la secundaria, tampoco llegué a tiempo para vivir apasionadamente los 70 ni el regreso de Perón, y cuando comencé a trabajar de periodista ya existía la dictadura. Me sorprendían entonces las expresiones de los colegas de más edad, denigratorias hacia algunos peronistas. No podía entender su resentimiento. Sentía que me había perdido algo, una película que no había visto. Sensación que hoy todavía tengo, cuando escucho a los sindicalistas peronistas más viejos descalificar con odio a los del ala izquierda de su partido y viceversa. ¿Qué les pasa? ¿Por qué tanto encono?
Durante el conflicto con el campo y la crisis de la 125, critiqué desde esta columna a De Angeli y sus seguidores por el lenguaje ofensivo hacia la Presidenta y su falta de respeto por las instituciones. Y en esa misma época, cuando escuché a Néstor Kirchner hablar de los terratenientes y los comandos civiles, creí que se había vuelto definitivamente loco, presa de un brote psicótico, y que había hecho una regresión a su infancia.
Pero el martes pasado, al escuchar el discurso de la Presidenta en la apertura de las sesiones ordinarias del Congreso, me pareció encontrar la lógica de sentido de estas controversias. Mientras escuchaba que dentro del propio Congreso los kirchneristas cantaban: “Periodista, periodista, si la tocan a Cristina, qué quilombo se va a armar”, sumado al lenguaje gestual de la propia Cristina, que cuando se corre del papel de viuda sufriente le emerge el rictus de hiel, pensé: “¿No se provoca a propósito? ¿No se busca enojar a quienes atacan para hacerles perder el control, que pasen a responder desproporcionadamente y así queden expuestos como desequilibrados?
Quien asume posiciones gorilas se degrada. Quien en su enojo pierde el juicio, su capacidad de ponderar, y suelta barbaridades, se hiere a sí mismo. El “gorila” pierde precisamente por quedar en posición de gorila. Al descender a ese estatus ya entregó la batalla antes de comenzarla.
En El arte de la guerra, Sun Tzu explicaba que al guerrero a quien se podía fácilmente provocar, se podía fácilmente vencer. Porque, sin mucho esfuerzo, se lo conducía al campo de batalla preferido del provocador, quien también seleccionaba el momento en que la batalla comenzaba. Elegir dónde y cuándo se confronta es una concesión que ningún buen general brinda. Pero mucha gente común, que no vive la política –ni la vida– como una guerra y no está pendiente obsesivamente de derrotar, destruir o aniquilar (terminología militar) al otro, sino que busca convencerlo, o convencerse de la razón que el otro le ofrecezca, o acordar un punto intermedio, se ofende al ser tratada de una manera injusta, sin darse cuenta de que le producen ese sentimiento para desarmar su posibilidad de razonar y convertirla en gorila.
En el Congreso, la Presidenta argumentó que si su marido no hubiera tenido los malos modales que tanto le criticaron no habría podido hacer mucho de lo que hizo. ¿Para qué serían útiles los malos modales más que para amedrentar y provocar?