Finalmente, los brotes verdes están creciendo y la economía toma impulso. A pocos días de las PASO, Dujovne logró adornar su Twitter con datos positivos de casi todos los sectores: construcción (+17% interanual), industria (+6%), patentamientos (+22%), recaudación (+32%) y registros inmobiliarios (+41%). Ya no quedan dudas: la recuperación se extiende a todos los sectores. Ahora el debate ya no pasa por si salimos de la recesión, sino por si esta vez el crecimiento puede ser sostenido. De hecho, éste es el principal blanco de crítica de sectores opositores que agitan el fantasma de la vuelta a un modelo insostenible como la convertibilidad o la tablita de Martínez de Hoz.
Lo cierto es que hace más de un lustro que la Argentina no crece dos años seguidos y, aun con la expansión de este año, el PBI se mantiene prácticamente en el mismo nivel que en 2011. Mientras tanto, la población creció, por lo que la porción de la torta (el PBI) que le toca a cada uno es 6% más chica, aun sin contemplar las cuestiones distributivas, que también empeoraron.
¿Esta vez será diferente?
Algunos factores indican que sí, que esta vez se podrá crecer en un año no electoral. En primer lugar, y a diferencia de 2014 y 2016, no hay necesidad de realizar una corrección abrupta del tipo de cambio. El Gobierno cuenta con financiamiento externo y un importante nivel de reservas que le permite reacomodar las variables a un ritmo gradual. Además, a diferencia de 2015, este año el tipo de cambio está aumentando en línea con la inflación y el Gobierno ha logrado una expansión económica evitando la receta cortoplacista del “atraso cambiario”.
En segundo lugar, Brasil comenzará a traccionar. La recesión brasileña costó caro en materia de actividad en los últimos tres años. Se estima que por cada punto de recesión del gigante sudamericano la economía argentina retrocede 0,2%. Entre 2014 y 2016, el PBI de Brasil cayó más de 10%. Si bien no se espera un rebote vigoroso, que empiece a sumar en lugar de restar, es más que positivo. Con un Brasil en ascenso, las exportaciones, y en particular las industriales, tienen más margen para recuperar terreno.
En tercer lugar, es esperable que la recuperación se extienda pues por primera vez desde 2011 el factor más dinámico es la inversión y no el consumo. Este año, la formación de capital crecerá más de 10% mientras que el consumo de los hogares lo hará menos de 3%. Si bien esto explica por qué la sensación de la calle es que la recuperación no es tan robusta (con el kirchnerismo, el mismo 3% de crecimiento implicaba variaciones positivas del consumo y retracciones de la inversión), permite sentar las bases para un crecimiento sostenible. Lógicamente, se trata de una condición necesaria pero no es suficiente por sí sola para garantizar el desarrollo.
En 2016, la Argentina invirtió cerca de un 16% del producto bruto, cifra insuficiente para lograr tasas de acumulación de capital compatibles con aumentos sostenidos de la producción. Países de la región como Chile, Colombia y Perú invierten por encima del 20%, y los casos de crecimiento acelerado como el de los tigres asiáticos (Corea, Taiwán, Singapur y Hong Kong) están asociados a tasas superiores al 30%.
Invertir más requiere de un mayor ahorro interno, y ahí estará el desafío de los próximos años: ¿cómo financiar el desarrollo? En la actualidad, la Argentina está desahorrando contra el resto del mundo, y esto se refleja en su déficit de cuenta corriente, que este año rondará 4% del PBI. Ese será el resultado negativo más grande desde 1999 y enciende luces de alarma que la gestión actual debe tener en cuenta. Precisamente las crisis han llegado por restricción externa o, en otros términos, por falta de dólares. No es el crecimiento de la deuda lo que preocupa sino la capacidad de la economía para mantener un sano equilibrio externo.
Teniendo en cuenta que el crédito externo no es infinito, la Argentina debe apuntar a corregir estos desbalances utilizando el financiamiento actual para ser más competitiva y de esta forma generar mayores saldos exportables. Es aquí donde debe recidir el foco de la agenda poselectoral. Mejorar la competitividad es una cruzada que debe interpelar a toda la sociedad, pues requiere abordar temáticas variadas que van de la infraestructura a la calidad institucional, la presión impositiva, las regulaciones laborales y la integración comercial.
La agenda de trabajo es amplia y requiere de consensos políticos. El Gobierno no podrá dar el combate por la competitividad solo y para ello tendrá que tejer alianzas con empresarios, trabajadores y todas las instancias de gobiernos subnacionales.
Con todo, apostar por un escenario de crecimiento económico en 2018 parece una apuesta relativamente segura. La magnitud de la expansión está por verse pues depende de la agresividad del ajuste fiscal y de la rigidez monetaria. Pero dos años de crecimiento seguidos en una macroeconomía turbulenta y volátil ya es una buena noticia. Pasadas las elecciones, el Gobierno debe encarar reformas profundas si desea consolidar un nuevo proceso de crecimiento más duradero. El desafío de fondo es lograr convencer a una sociedad acostumbrada a las soluciones fáciles de que el camino correcto tiene costos. Una década de políticas que privilegiaron las satisfacciones de corto plazo tiene que servir de experiencia. Sentar las bases del desarrollo es un proceso de largo plazo, que va a requerir el compromiso de toda la sociedad. ¿Estamos preparados para asumir este desafío? Sólo el tiempo dirá.