Es difícil explicar qué le ha pasado a Toronto. El Distrito Financiero amenaza extenderse sobre todos lados y las obsoletas autopistas del pasado (sí, aquí el pasado requería de autopistas) están a punto de ser demolidas para construir más edificios de espejos de mil tonos, como muestrarios de anteojos de free shop.
Constanza, una amiga que trabaja en la universidad, acaba de obtener la ciudadanía canadiense para toda su familia. Porque Canadá está diseñado para hacer de los extranjeros canadienses. O al menos, de algunos extranjeros. Por haberse convertido, durante el primer año de bienvenida obtienen descuentos en trenes y en insólitos programas de canadización para todos y todas. Este mes fue un curso de campamento. Ellos, que jamás pisaron el camping Splash de Santa Teresita, vacación obligada de mi infancia, son introducidos en los secretos de la carpa y de la estaca como parte de su proceso de entender que a los canadienses les encanta dormir al amparo de la naturaleza extrema.
Tal vez envidio en calma estos programas. Las ilusiones culturales que cada país planifica para sí mismo son artilugios fascinantes, en lo político y en lo imaginario, puesto que ambas cosas son la misma. ¿En qué consistiría tal programa para nacionalizarse argentino? ¿Cursos de asado con cuero? ¿Rimas en lunfardo? ¿Reconocimiento compulsivo de mentiras en el truco? ¿De qué formalidades se ufana nuestra nación como para pretender transmitirlas con la carta de ciudadanía?
No se me ocurre nada serio.
Tal vez la identidad –una cosa muy necesaria– no sea en realidad algo muy serio.