La Constitución es la que ha puesto a plazo fijo la permanencia de Cristina Fernández en el sillón presidencial, impidiéndole postularse para un nuevo período. Y su decisión parece ser la de no encumbrar a ningún heredero. De este modo, el kirchnerismo transita su último año en el gobierno y obligatoriamente una nueva configuración política, provenga o no del peronismo, será la que gobernará el país a partir de 2015.
Será un cambio relevante, luego de 12 años ininterrumpidos en el poder del mismo núcleo gobernante. Pero lo que no sabemos es cuán profundo será ese cambio. Por lo pronto, de mínima se plantea un “reemplazo estilístico”: los candidatos que lideran las encuestas le muestran a la sociedad un perfil centrista, moderado, en línea con el hartazgo social del estilo conflictivo y polarizante K.
Para algunos, esto significa además un cambio ideológico (cuestión en la que coinciden los extremos pro K y anti K): para el oficialismo, “tener un millón de amigos” es no confrontar con las corporaciones que desafían el poder democrático del voto. Para los opositores más acérrimos, bajar el nivel de conflicto político llevará naturalmente a una política más “amigable con el mercado” y se podrá reconstruir muy rápido la confianza de los capitalistas en la Argentina.
Sin embargo, y pese al escaso rendimiento de la economía doble K (kirchnerismo + Kiciloff), las encuestas no evidencian apoyo a este cambio de modelo económico: una mayoría está en contra de reducir los subsidios al consumo de servicios públicos y considera que el Estado debe intervenir en casi todo aspecto de la economía.
La crisis de la convertibilidad y más de una década de “relato kirchnerista” han dejado esta impronta estatista. Pero este hecho no debe ser exagerado: pocas horas antes de ser anunciado el default por un entusiasta Adolfo Rodríguez Saá, las encuestas señalaban que una inmensa mayoría de los argentinos querían que se mantuviera el “uno a uno”.
La experiencia que tenemos con las crisis profundas nos dicen que ellas “resetean” la cultura política (y no como debería ser en una democracia, que es el voto el que cambia, llegado el punto, el modelo económico). Fue la crisis de 1989 la que abrió el cauce al neoliberalismo menemista y la del 2001 la que concluyó en el estatismo kirchnerista, no un cambio previo en la coalición electoral.
Es cierto que asistimos al agotamiento de la “sustitución de inversiones” que el Gobierno pudo implementar gracias al incesante aumento del precio y del volumen demandado de la soja. Pero es el kirchnerismo mismo el que se ha metido en el laberinto de no poder acceder a los mercados internacionales cuando lo necesita, haciendo ahora como que disfruta de su encierro.
Están los fundamentalistas que se entusiasman con una nueva crisis, ya que ella barrería no sólo con la cultura estatista sino también con la densa madeja de intereses que deja el kirchnerismo, dejándole las manos libres para empezar de cero. Pero sabemos de sobra que sus consecuencias serían terroríficas, dándoles más poder a los gerentes de la explotación política de la miseria o aumentando todas las calamidades sociales
Asimismo, una nueva crisis borrará a Cristina Fernández de la política a futuro y la arrojará del bronce que reclama el barro del ostracismo. Depende de su voluntad, y sólo de ella, el corregir el rumbo económico a tiempo para transitar, más o menos tranquilamente, el período que queda antes del cambio de gobierno.
*Politólogo. Director de la carrera de Ciencia Política de la UBA.