Las callecitas de Buenos Aires tienen pozos. ¿Qué habrá que esperar entonces?, ¿que las asfalten? No; a esa esperanza es preciso renunciar también. Y por una razón muy sencilla: que esos pozos se reparten en calles que fueron recientemente asfaltadas. En esas calles, justamente, las que estuvieron cortadas por días y días para su arreglo, las que lucen pavimentos todavía flamantes y hasta lustrados, ya hay pozos. ¿Cómo se entiende? ¿No están acaso, según se dice, “haciendo Buenos Aires”? Sí, eso se dice, y hay que creerlo; pero rendirse a la vez a la evidencia de que hacer Buenos Aires es también, si no ante todo, hacer pozos en Buenos Aires. Porque estos pozos se distinguen, por cierto, de los pozos espontáneos, aquellos viejos pozos provocados por el uso y el desgaste. Estos no, son nuevos, recién hechos, y fabricados ad hoc en cierto sentido. A diferencia de los pozos del uso, que adoptan, por serlo precisamente, las formas y las texturas propias del mismo (curvas de rueda, hondonadas viales, huellas del andar), los pozos de elaboración instantánea sorprenden por sus filos rectos o por conformar canaletas increíbles o por funcionar como trampas circulares con tapas de hierro en el fondo y una caída tan profunda como repentina. Aparecen por sorpresa, en calles impensables. No pocas maniobras bruscas (volantazos y frenadas rebosantes de zozobra) se ensayan queriendo salvar neumáticos y amortiguaciones. Alguno que otro puede que pise, en el esquive forzado, una doble línea amarilla, por ejemplo. Si lo fotografían en el momento justo, tarea que el Gobierno de la Ciudad cumple con evidente rigor, podrán aplicarle una buena multa y engrosar así los ingresos punitivos en las arcas de la alcaldía.