Anteanoche nos quedamos sin luz. Nada sorpresivo, claro: esas cosas suceden a cada rato. Pero era muy de noche y todo, el barrio, las casas, los comercios, todo quedó negro negrísimo. Qué feo. Se prendieron dos lucecitas auxiliares que tenemos y pusimos velas muy mononas en candeleros de diseño, en fin, un lujo. Pero seguía siendo feo y siguió siendo feo hasta que volvió la luz más o menos una hora después.
Pasemos a otro escenario: veníamos en auto desde Santa Fe por la autopista y era de noche noche y yo miré para arriba y no exagero, se me vino la infancia en catarata porque ¡vi las estrellas! ¿Cuánto hacía que no veía un cielo negro lleno de estrellas? Años de años y más todavía. Bueno, ahí en la autopista sí lo vi. Y entendí al instante lo que significan las palabras polución lumínica. Ah, caramba, era eso. Cosa que un montón de gente que no vive en ciudades debe saber. Este asunto de la polución lumínica es tan feo como lo negro de quedarse sin luz. Ahora dígame usted cómo hacemos para resolver el problema. Nada de luz es horrible, pero demasiada luz también es horrible porque no nos deja ver las estrellas. No es que me dé por el romanticismo barato (hay uno que es caro y sumamente respetable), pero es que no viene mal ver las estrellas y si no piense en el cuadro de Van Gogh, el muchacho que pintaba maravillosamente aunque nadie lo apreciaba y, dicen, se cortó una oreja y yo supongo que si hubiera sabido que sus sillas y sus retratos y sus campos de girasoles se iban a vender en decenas de miles de dólares no se la hubiera cortado nada. Vamos, piense en ese cuadro. ¿No le parece que tenemos que encontrar un aceptable y bello término medio entre la demasiada luz y la nada de luz? A mí me lo pareció, ahí en la autopista cuando vi después de tanto tiempo el puñal de Orión y Aldebarán me guiñó el ojo y Betelgeuse se pavoneó como las rubias descerebradas que salen en la televisión sólo que ella, Betelgeuse, tiene el tino se pavonearse calladita, sin hablar. Las siete hermanitas bailaron el chotis y la cruz del sur me señaló el camino a los glaciares. No faltaba nada: sólo el lucero del alba cuando llegara el amanecer.
Hay más: se veía la Vía Láctea. Lo juro, se veía. Y se veía como una sombra blanca. No me diga que las sombras no pueden ser blancas porque sí pueden. Tanto pueden que hubo una película (tiempos del cine mudo) que yo no vi pero mis tías sí, que se llamó Sombras blancas en los mares del sur, pero ésa es otra historia y la dejamos para otra vez.