Alberto Fernández no se opuso, ni en la calle ni en el Congreso, a los movimientos sociales a favor de la interrupción voluntaria del embarazo, un proyecto que en 2018 cayó en el Senado, después de aprobarse en Diputados. En aquel entonces, trascendió que los votos decisivos “a favor de la vida” provenían de pentecostales y otras persuasiones religiosas que hicieron valer su peso electoral considerable en una provincia pampeana.
Pero no fueron los pentecostales sino la Iglesia Católica lo que entonces condujo a Gabriela Michetti, vicepresidenta, a decir: “El aborto está muy ligado a una sociedad que piensa solo en el deseo particular y en su propio ombligo”. En declaraciones publicadas en La Nación, prescindiendo de las circunstancias que hubieran provocado el embarazo, Michetti dejó claras las cosas: “No permitiría el aborto ni en casos de violación”. Añadió que un embrión tiene los mismos derechos que un ser humano. Habría sido excelente que, con igual intransigencia, Michetti defendiera el derecho a la vida de seres humanos que estaban padeciendo hambre y enfermedades en las peores condiciones de vivienda y salud pública con el gobierno de Juntos por el Cambio del que ella formaba parte.
Seguramente férreos católicos y creyentes de otras persuasiones comparten la opinión de Michetti. Pero Alberto Fernández sabe que la Iglesia está separada del Estado y que sus normas morales y sus creencias metafísicas no obligan al sometimiento de un gobierno laico, que la Constitución define como representativo, republicano y federal. Es cierto que también le adjudica a ese gobierno el sostenimiento del culto católico y romano, pero no le indica que debe adoptar sus creencias.
La acción política vacila entre los intereses materiales y los discursos pesadamente cargados de prejuicios y mitos. Todas las creencias deben ser respetadas por mandato constitucional. Pero la Constitución no manda que se las obedezca con igual ausencia de cuestionamiento. Los ateos no transgreden ningún precepto constitucional. Juzgar el poder terrenal de cualquier Iglesia no implica atentar contra sus libertades espirituales. Por lo tanto, la IVE puede debatirse y aprobarse sin que lo impida un concepto de “persona” que provenga de un dogma religioso o una persuasión filosófica.
La IVE puede aprobarse sin que lo impida un "concepto" de persona proveniente de un dogma religioso
No paguemos si no nos gusta. Enfrentamos cuestiones más graves que estos arcaísmos. Por ejemplo, las críticas al gasto público y su financiamiento, que se concentran en la repetida y seguramente verdadera convicción de que “se gasta mal”. Los renuentes al pago desconfían de que se gaste bien lo que vayan pagando. Sin embargo, el justo derecho a criticar un impuesto no anula la obligación de pagarlo, salvo que tales evasores “ideológicos” crean que son patriotas de la Nueva Inglaterra, dispuestos a liberarse de la tutela británica en 1776.
Uno de los argumentos de la batalla contra los impuestos argentinos es que la presión tributaria resulta elevadísima. Los lectores que desconfíen de esta convicción del club de evasores pueden revisar en internet las tablas donde quedan ordenados los países según el porcentaje de presión fiscal sobre el PBI. Por ejemplo, en Argentina el impuesto inmobiliario rural es más bajo que el que se paga en Estados Unidos, Australia o Canadá, porque las fértiles tierras criollas gozan de una valuación muy inferior a las de esos tres países.
El pasado argentino de corrupción y desgobierno sirve para justificar las irregularidades impositivas de muchos integrantes de su clase empresarial. Quienes acá evaden no se atreverían a hacerlo tan sueltos de cuerpo en Estados Unidos, Alemania o Francia, donde los juicios y los castigos imponen otra disciplina impositiva. He realizado el mismo trabajo en Argentina y en varios países extranjeros. Siempre pagué más impuestos que acá. Y que no se alegue que, a cambio, recibía seguridad social y sanitaria gratis, porque no es cierto, en todas partes, lo que imagina esa fantasía.
Estamos en el fondo del pozo, donde, medio ahogada, me asombro con otro dato: la presión tributaria en Argentina sería del 30% del PBI. En Francia es del 40% y en los países de Europa del Norte del 45. Se ve que esos gringos no entienden que los impuestos desalientan la producción. Así les fue. Deberían mandar misiones de estudio a la Argentina donde pagamos menos y nos va tan bien.
Para tranquilizarnos, el Gobierno nos asegura que el ajuste no lo van a pagar los pobres. Ya lo pagaron
Una de cal y otra de arena. Al Presidente le gustó la carta de los senadores cristinistas donde, sin muchos circunloquios, le indican cómo hay que tratar al FMI. Respondió con la frase esperada: “El ajuste no lo van a pagar los más humildes”. El contenido futuro de la frase pasa por alto que los ajustes los vienen pagando los más humildes. Los actuales niveles de pobreza, inéditos en la Argentina, indican que los ajustes cayeron sobre los más humildes o gente que, como por un tobogán, descendió de un nivel a otro de las capas medias, sin tiempo para pensar la forma de mantener a sus hijos en el secundario o la universidad, aunque muchos miles tuvieron alguna semanita para visitar las playas de Miami. Como dijo hace un tiempo una observadora extranjera: “Ustedes no ahorran ni por obligación ni por conveniencia”.
Todos cantan un estribillo que incluye la palabra inclusión. Sin embargo, pasamos las de Caín para que el Congreso aprobara la contribución por única vez de las grandes fortunas, que no llegan a diez mil, porque quienes deben pagarlo encuentran oradores cuya locuacidad se especializa en afirmar que es confiscatoria: es decir que el fisco se queda con su riqueza. No estaría mal que se repartiera un poco entre los que no tienen ninguna riqueza confiscable, porque ya les han confiscado las posibilidades de poseer nada. Hablemos en serio.
Es lógico que ningún político diga que el ajuste lo van a pagar los más humildes. Sería una sinceridad realista e innecesaria. Los ajustes sobrevienen como consecuencia de las políticas económicas y los pagan quien les toca. Es decir los que carecen de poder económico, social y político y solo pueden movilizarse algunos días, acarreando a sus hijos hasta la Plaza del Congreso o la Avenida de Mayo. Llegan en los mismos ómnibus contratados en los barrios pobres del AMBA, arrastran las mismas expectativas que durarán lo que dura una tarde.
Las mujeres que van con sus hijos a cuestas todavía no han tenido ni el tiempo, ni la formación ideológica, para pedir por algo como la IVE. Crecientemente predominan en los barrios pobres los curas y los pentecostales, no la gente educada en seis años de secundario publico universitario ni en escuelas bilingües privadas. De ellas salimos muchos de nosotros y conocemos las diferencias que nos han favorecido para siempre: amistades, contactos sociales, una lengua extranjera, viajes y variados recorridos por museos, que los más pobres no conocen ni sueñan. Si a alguno de ellos, por milagro, le fuera bien, se iría de vacaciones a Miami, dado que cada uno viaja dentro de los límites de una cultura y un imaginario configurado desde la infancia, y que en la Argentina solo la escuela pudo cambiar cuando fue una prodigiosa máquina de adiestramiento y nivelación. Los imaginarios son una prueba de la desigualdad de origen. ¿Con qué sueña un pibe de la calle? ¿Con qué sueña la hija del empresario que hoy se queja por los impuestos?
Los empresarios advierten que el impuesto a la riqueza aprobado esta semana afecta la propiedad privada y, tomando en préstamo la frase de Michetti, “se miran el ombligo”. Los pobres piensan que si les toca a los empresarios es porque tienen varias y considerables “propiedades privadas”. Para tranquilizarnos, el Gobierno nos asegura que el ajuste no lo van a pagar los pobres. Ya lo pagaron.