La elección en Estados Unidos debería persuadirnos de que los argentinos no somos excepcionales. Todavía hoy se sigue hablando de la grieta, seguramente porque no prestamos mucha atención al funcionamiento de la política en otros países, donde el más somero análisis aporta pruebas de grietas que pueden competir con la nuestra.
No he visto que se usara esta socorrida metáfora en Estados Unidos ni antes de las elecciones, ni en los momentos más calientes de manifestaciones sociales. Allá se habla de desigualdad racial, cuando la policía mata a un negro o reprime a los hispanos en la frontera. Se describe el hecho con precisión, se hacen hipótesis sobre los responsables o se buscan culpables. Las cosas que se dijeron Biden y Trump durante la campaña hubieran sido vistas acá como manifestaciones extremas de una grieta. Y, sin embargo, no se incurrió en esa imagen geológica. Lo de grieta no viene de una conceptualización, sino de nuestro poético deleite con las metáforas. Por suerte, las metáforas también se gastan.
Imaginen la reacción en Argentina si un candidato a presidente dijera, cito el New York Times: “Si se cuentan los votos ilegales y tardíos, pueden robarnos la elección”. No es un fiscal de los comicios, no es un militante, es el presidente Trump, que creyó posible que un fraude lo privara de su segundo período, porque Biden lo estaba aventajando en estados como Pennsylvania, que aportan muchos electores.
El miércoles, el jueves y el viernes, los medios norteamericanos mostraron la repetición de una consigna escrita en carteles llevados por viejos y jóvenes: “Cuenten cada uno de los votos”. ¿Qué estaríamos diciendo si esas imágenes se difundieran durante el recuento de votos en una elección argentina? Nuestro régimen de fiscales por los partidos participantes nos tranquiliza. Algo bueno teníamos que mostrar al mundo. Todavía no hemos judicializado todas nuestras elecciones.
De todos modos, no celebremos nuestra superioridad, porque ignoramos qué sucedería si el Frente de Cristina pudiera perder en futuros comicios. Predecir el futuro es un camino abierto a todos los errores. Escucharemos, esta tarde, durante el “banderazo por la República”, cuáles son las consignas que acompañen a la muy repetida de “chorra”, el hit de los sucesivos banderazos.
Lo de nuestra grieta no viene de una conceptualización sino de una metáfora, que también se gasta
Cuidemos a Cristina. Como corresponde, la atención del Gobierno sigue pendiente de las necesidades urgentes de la vicepresidenta. Se intenta desplazar jueces y se presiona a los que son presionables en la Corte Suprema, para ofrecer tranquilidad a Cristina, cuyos deseos de no transitar por los estrados judiciales se cumplirán. Y, además, se necesitan años para conseguir una sentencia firme, excepcional producto de nuestro laberinto de recursos, instancias y apelaciones.
Quizá tengan razón los autores de estas maniobras, porque es preferible que Cristina esté tranquila y no nerviosa. Se busca una ley de olvido que alcance a todos los que maniobraron dentro del Estado para enriquecerse. Y que no se considere como agravante de sus delitos los discursos sobre pobres y desvalidos que hayan pronunciado. Como sea, no todas las maniobras tienen desenlace triunfal. El jueves se supo que la Corte habría aplazado pronunciarse sobre la continuidad del juez Germán Castelli en la causa de los cuadernos de las coimas. O sea que todavía no lo mandó a la casa con la instrucción de que se olvidara del asunto.
La política del Frente de Todos gira alrededor de un objetivo: dejar a Cristina Kirchner fuera de las causas donde podría ser incriminada. Como es una inteligente mujer de leyes, la vicepresidenta sabe que, si esas causas siguieran su curso, mucho de lo que se sospecha saldría todos los días en los diarios. Le preocupa la repercusión de las investigaciones en los medios sobre el milagroso incremento de su fortuna. A nadie le gusta ser investigado, pero a Cristina menos que menos, porque aunque obtuviera la complicidad de la Justicia, a fuerza de presiones y traslados, sería noticia la dimensión de su enriquecimiento y los ingeniosos métodos utilizados para hacerse multimillonaria.
Lo que es sencillamente patético es que el primer plano político y el que más impacta en los medios sea el origen de la fortuna de la vicepresidenta. Este es un problema abierto y seguirá abierto, porque es más fácil de entender que las movidas, traslados, deslizamientos y otras morisquetas del Poder Judicial. O sea que nos ocupamos todos los días de los manejos de alguien que se ha enriquecido de una manera ilegal, que debe ser probada. Y resultan menos interesantes las cuestiones cuyo plazo es perentorio: el hambre, la escolaridad vacilante e insuficiente de la mitad de los niños y jóvenes, la violencia. Esas cuestiones tienen consecuencias a largo plazo. Si Cristina se apropió indebidamente de fondos o recursos públicos, hoy solo puede ser materia de juicio y, si es posible, de reparación judicial. Pero lo que sucede en las dimensiones sociales y culturales ya no tiene más plazo.
Es comprensible que las noticias sobre corrupción conmuevan más a las capas medias que leen prensa, plataformas y lanzan tuits. Pero así no estamos ni cerca de los problemas que tiene la Argentina. ¿Y si Alberto Fernández tuviera razón y a Cristina no puede probársele nada de nada? Sin embargo, seguimos el desarrollo de la noticia con la avidez característica de los lectores de noticias policiales, porque son más sencillas y tienen malos y buenos más claramente establecidos. Son noticias de gran popularidad como lo prueba la historia de los grandes medios gráficos en la Argentina desde comienzos del siglo XX. Y, además, son más sencillas que las contradanzas de la Justicia, porque los ciudadanos se sienten expulsados por la complejidad de las maniobras, y piensan, con razón, que sobre la carne de las noticias policiales pueden opinar en blanco y negro.
La política del FdT gira alrededor de un objetivo: dejar a CFK fuera de las causas que podrían incriminarla
Nuestra originalidad. Sería posible, aunque muy difícil, controlar la corrupción, si hay funcionarios e instituciones instruidos para hacerlo. ¿Pero cómo controlar el desbande del capitalismo argentino? ¿Cómo controlar la fuga de capitales? Al respecto basta mirar la foto de los giros al exterior y las inversiones de nobles empresas como Vicentin que se sintieron atacadas y reaccionaron como si fueran un club de Damas Mendocinas, esas que bordaron la bandera sanmartiniana.
La política se hace con grandes ideas que no tenemos o permanecen en un discreto tercer plano. En consecuencia, los ciudadanos que podrían interesarse en la política quedan enganchados en el día a día del chimento. O en una imagen fácil: la grieta. Como acaba de verse en las elecciones de Estados Unidos, la “grieta” no es una peculiaridad del folclore argentino. Allí donde se juega la posibilidad de alcanzar una mayoría electoral, se acentúan las diferencias para convencer a los indecisos. Eso sucede acá y en todas las regiones del mundo donde las autoridades surjan del voto. De nuevo, no somos tan originales.
Somos un país decadente que podría haber evitado el derrumbe, que no fue provocado sencillamente por la esquemática grieta. Atravesamos otros largos y repetidos episodios: golpes militares, represión, inestabilidad institucional, evasión impositiva, pactos cuyo primer artículo es que no sean respetados por quienes los suscriben, incumplimiento permanente de los compromisos. Una cultura contraria a la solidaridad social que, en los países donde la admiramos, está sustentada por los impuestos no por las invocaciones.
Unidos contra el impuesto. El “aporte extraordinario”, por única vez, destinado a recaudar sobre las grandes fortunas declaradas (que no son todas las grandes, como lo sabe cualquiera), es un proyecto presentado por Máximo Kirchner y Carlos Heller. Afectará solamente a 9.298 personas, según estimaciones publicadas como buenas por diarios insospechables de tener inclinaciones extremistas.
Contra ese impuesto sobre patrimonios declarados superiores a los 200 millones se han pronunciado de forma unánime la UIA y todas las organizaciones de propietarios de lo que sea: industrias, comercios, transporte, servicios. Quienes buscan la unidad de los argentinos allí tienen un camino a seguir. En un país donde casi la mitad de la población vive en la pobreza, un impuesto unifica por encima de todas las banderías de la política. Si queremos unidad, propongamos un impuesto. Todos estarán en contra, incluso los posibles beneficiados por las obras y servicios que un aumento de la recaudación podría hacer posibles.
Acostumbrados a evadir impuestos porque siempre se consideran injustos o exorbitantes, quienes deben pagarlos son más fuertes que los pobres, que no les toca pagarlos precisamente porque son unos miserables que no han sabido prosperar, ni ahorrar, ni evitar que sus hijos dejen la escuela, ni defender sus barrios del delito. Son unos verdaderos inútiles.
Sin embargo, pagar impuestos es la forma menos hipócrita de la solidaridad. No pagarlos con la excusa que enarbolan algunos sectores de las capas medias es una falsedad moral. Cuando dicen: “No me hablen de que yo evado, porque tampoco sé lo que hacen con mi plata”, se inclinan hacia el lado más estúpido de una crítica a lo que el Estado hace con sus ingresos. No se entiende qué proponen con esa frasecita. Seguramente no pagar hasta lograr una transparencia pública ideal, un estado de cristal tallado.
Caen en el dilema del huevo o la gallina. Si no pagan, no se podrá demostrar que lo que pagan es gestionado transparentemente por el Estado recolector. Y ahí ponemos punto. Que los hospitales y las escuelas se arreglen. Por suerte, digamos, aunque no sea una suerte, los gobiernos no corren insensatamente hacia la destrucción de todo servicio público. Y se endeudan y después cobran para pagar la deuda y vuelven a endeudarse. Todos pagamos el IVA. Pero impuestos sobre ganancias o bienes personales no los pagamos si no que nos retorcemos para bajar algún porcentaje del monto imponible. Los evasores dirán: “Y, si no, después de tanto trabajar, no hay negocio”.
Recordemos también otro capítulo de nuestro pasado. Ahora que se habla de apropiación de tierras, los historiadores conocen procesos más largos que los de esta semana o el mes pasado y podrían recordarnos cómo se fundaron las bases de grandes fortunas argentinas desde el siglo XIX. Avanzar sobre el desierto, y, cuando fue posible, décadas después, alambrar. Los que llegaron tarde a esa marcha expropiadora de pueblos originarios y de ocupantes criollos pudieron empalmar con tierras que eran administradas para su alquiler o venta por desarrolladores.
Y a los que llegaron todavía más tarde, ¡minga!.