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problemas de gestión

Unicato bicéfalo

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Sociedad incómoda. Alberto F y Cristina K componen una dupla inédita que contiene pero tensa. | cedoc

La semana pasada, el Consejo Nacional del Partido Justicialista propuso que Alberto Fernández encabezara la lista para las elecciones internas de donde saldrá una nueva conducción. En el nivel nacional, no hay otras listas, porque es mejor no multiplicar esfuerzos ni gastar plata en propaganda inútil, ni armar el ring donde los compañeros se peleen o se lancen acusaciones deshonrosas. La propuesta es la del unicato de partido político y gobierno. Con esta doble representación de partido y gobierno se movió hábilmente Néstor Kirchner. Coloquial y sereno, Santiago Cafiero dijo: “Está bueno poner a una figura como la del Presidente, que es la máxima autoridad nuestra, a conducir el partido”.

Está rebueno. Así evitaríamos una plaga de conflictos. Y es evidente otra ventaja, si alguien tiene la ocurrencia de ofrecerle a Cristina la vicepresidencia justicialista. Fernández, ya entrenado en la áspera bicefalía impuesta por su compañera de fórmula, que le pasó los votos necesarios para ganar las elecciones del 2019, tendría una nueva oportunidad bicéfala.

Mi optimismo probablemente sea equivocado como todas mis hipótesis, y la vicepresidenta siga complicándole la vida al presidente. Por ejemplo, Cristina podría sugerir un grupo de trabajo que lo asesore en tácticas partidarias, donde actúe una primera línea tan cristinista como la que colocó en varios despachos ministeriales. Y, como seguramente la propuesta de Cristina incluirá varias mujeres, ¿quién se atrevería a detener ese avance de la paridad de género? Dicho sea de paso, las mujeres deberían cobrar un arancel por asegurar la tranquilidad de quienes las nombran en algún cargo, ya que los beneficios del que las designa son iguales o mayores que los obtenidos por las designadas.

Página 12, en un ilustrado artículo de Fernando Cibeira, recuerda a sus lectores que la “tradición justicialista” es que el presidente de la nación sea también presidente del partido. Esa tradición es más vieja que el peronismo. Juárez Celman también practicó el unicato, aunque la revolución de 1890 no le permitió completar su período presidencial. Esa “tradición justicialista” tiene que ver con la idea peronista sobre el poder: quien manda debe tener los atributos necesarios en dos espacios que la Doctrina no divide claramente: el Estado y gobierno. La idea viene desde muy atrás, porque el fundador del movimiento, Juan Perón, no profesaba el credo del liberalismo ni perdía el tiempo distinguiendo entre Estado, gobierno, partidos, esfera pública y esfera política.

La doctrina peronista manda tener atributos en dos espacios que no divide fácilmente: Estado y gobierno

El adjetivo “totalitario” no designa solamente al autoritarismo. Usarlo como sinónimo nos hace olvidar que estados totalitarios son aquellos donde se ha realizado el ideal de fusión de la voluntad de los líderes, los principios y valores de su Doctrina y el perfil de las instituciones. Para que esta máquina funcione, el estilo político suele ser nacional y populista, porque precisamente en nombre de la nación y del pueblo se producen las fusiones condenadas por el liberalismo. El problema, en verdad, no es que gobierno y partido tengan el mismo jefe (algo que sucede en otros países cuya institucionalidad nos resulta aceptable o, incluso, envidiable), sino que ese jefe ejerza una autoridad no controlada por el partido al que pertenece ni por las instituciones cuyas normas debe obedecer. La cuestión, entonces, es grave cuando un país como Argentina, que tiende a la transgresión y a la imposición, acepta un régimen cuyos defectos se evidencian incluso en naciones que aceptan con menos esfuerzos la legalidad.

También son atributos del unicato que el presidente esté en condiciones de presionar a los caudillos provinciales remisos, con las ayudas que sus distritos podrían recibir. Cuanto más pobre la provincia, más fuerte son los lazos con el ejecutivo nacional. La estrategia de resolver por la vía presupuestaria los conflictos federales no la inventó este gobierno. Tampoco inventó los manejos de los caudillos provinciales que, a cambio de adelantos y obras, entregan los votos necesarios en el Congreso. Pasaron muchos años y puedo contar la anécdota. Caminábamos por Washington y, cruzando una avenida, lo vimos a Menem. Alfonsín dijo: “Usted no sabe la plata que me costó este hombre”. Claro, fue el precio de los votos necesarios para vencer al nacionalismo cerril y firmar el tratado de paz con Chile, cerrando el conflicto de límites sobre el canal de Beagle. La plata está trenzada con la política federal. Y, cuando se juega la plata, se abre también la puerta del delito. La crisis del 2001, que dejó destartalado al radicalismo, tuvo una Banelco como emblema.

Todo lo dicho explica cierta facilidad del justicialismo para manejarse en el espacio de las transgresiones. Durante décadas, distinguidos ideólogos y centenares de militantes consideraron que la transgresión es una de las dimensiones revolucionarias y populares del peronismo. Admitamos que lo sea, porque no es momento de poner sobre la mesa decenas de libros y estudios sobre el tema. Por eso, no sorprende la facilidad con que se cruzan ciertos límites que, poco antes, se consideraron inamovibles. Esto se dice fácil, pero, si nos detenemos un momento y no usamos como excusa pretéritas situaciones convertidas en focos míticos, la cuestión es gravísima.

La calle y la Corte. Mientras Cristina Kirchner disciplina a sus seguidores a fin de evitar un procesamiento, otras cosas suceden en la calle. El miércoles a la mañana, desde el Congreso hasta la Plaza de Mayo desfilaron organizaciones de base de desocupados y núcleos muy activos de la izquierda. Predominaban las banderas del Polo Obrero y de los trabajadores de la economía popular. Como siempre, centenares de mujeres, con sus bolsas y sus hijos a cuestas. Mujeres embarazadas y pobres, chicos que ya habían nacido en condiciones de indigencia.

En esa marcha, se percibía la acción de jóvenes militantes de base. He victo decenas de estas marchas en la última década. Son un cuadro de la necesidad y también un signo de la capacidad organizativa. Con desprecio, algunos llaman “planeros” a esta gente que llega de la periferia, designando así el estado de necesidad en que viven, en un país que ha perdido centenares de miles de puestos de trabajo y donde la reactivación es solo una esperanza.

Estas marchas muestran la precariedad social como una fotografía del presente y son la marca de una situación cuya prolongación es inédita. Pero algo ha cambiado: no hay organizaciones sindicales ni peronismo. Los que marcharon vienen del fondo y son los que quedan en el fondo. No hay sindicatos que los representen. Hoy la representación la asumen las organizaciones sociales y los pequeños partidos de izquierda.

Son las once de la mañana y no están las cámaras de los medios ni los fotógrafos de los diarios. Miro las imágenes que quedaron en mi celular:  Movimiento Territorial de Liberación, cartel con la imagen del Che y una gigantesca palabra REBELDE, Coordinadora de la Unidad Barrial, denuncias de que Larreta recorta la asistencia alimentaria con más de un millón de pobres; pancartas llegadas de los barrios, donde predomina el negro y el rojo; carteles contra la cuarentena. Casi no se escuchan consignas. Por eso se oye, más que nunca, el rumor de los pasos sobre el asfalto. Se ven, como siempre, las mujeres acarreando sus bártulos. Todos anclados en su carencia.

Mientras tanto, el kirchnerismo se concentra en un objetivo de gran valor para su jefa: desplazar a Rosenkrantz, presidente de la Corte. Pretensión egocéntrica, si se piensa que el inicio del conflicto fueron los tres jueces que intervienen en juicios que conciernen a Cristina Kirchner y cuyo rótulo es la corrupción. Rosenkrantz denuncia “una campaña en su contra”. El juicio que esta semana pidió la diputada Vanesa Siley del Frente de Todos estaría motivado, como lo fraseó el presidente de la Corte, por “intereses políticos”. En el país de las necesidades básicas insatisfechas, las necesidades judiciales de los gobernantes tienen prioridad.

Arrodillados. Esta semana produjo novedades que no tomaron la dirección previsible que, hasta el momento, había impreso el kirchnerismo en la relación de Argentina y Venezuela. Con desprecio, porque es un “revolucionario”, el canciller venezolano incorporó a la Argentina a la fila de países arrodillados ante el imperialismo.

La razón fue el voto argentino en las Naciones Unidas, a favor de un documento que critica violaciones a los derechos humanos de las que es responsable el gobierno de Caracas. Las palabras, poco diplomáticas, del canciller venezolano revelaron que Alberto Fernández engañó a Néstor y a Cristina. En términos claros, el hermano chavista dijo que Alberto había traicionado. Nuestro embajador ante la OEA, Carlos Raimundi, que fue radical y con idéntico fervor ahora es kirchnerista, ya lo había avisado, cuando declaró que el informe de Michelle Bachelet sobre Venezuela era partidista y sesgado.

Si Cristina no nos saca de la procesión proimperialista, ¿quién sabe adónde iremos a parar? Alberto Fernández ya fue condenado por incorruptibles defensores de la libertad de pensamiento como Bonafini y Grabois. Venezuela es mágica: o sos su pollo o no te salvás de las típicas acusaciones que, desde Stalin, reciben los que no entienden la línea general.