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Apuntes en viaje

Herencia

Me da gracia porque tengo la edad para ser la abuela de esos niños, sin embargo, como no tuve hijos, seré para siempre la prima, la hermana, la tía...

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Herencia. | marta toledo

Una palabra sale de la boca de mi sobrino de cuatro años. Clara, redonda, perfecta. Una palabra completamente olvidada por mí. Una palabra que ya no se usa. Sin embargo, florece esa mañana abajo de la parra del patio de mi casa de infancia. Flota entre mi hermana y yo mientras Félix acaricia el lomo de mi perra. Chicha, le dice. Chicha. Dijo chicha, le digo a mi hermana. Ella asiente, también sorprendida. Así les decíamos a los perros, a cualquier perro, cuando éramos chicas. ¿De dónde lo sacó? No sabemos.

Entonces la palabra, la vieja palabra aprendida en la infancia y olvidada, reaparece, como un rasgo heredado. Esa palabra atraviesa los baldíos llenos de borrajas florecidas, el zumbido de las abejas alrededor de sus flores azules, las hojas peludas que raspan las piernas cuando pasamos a través de ellas como si surcáramos un arroyo. La palabra nos trae a nosotras a la edad de Félix, en el recuerdo podemos tener las dos la misma edad aunque eso sea imposible porque yo soy más grande. Corremos atrás de los chichos de la abuela Siomara, entre los escombros del viejo cementerio, saltando ágiles, liebrecitas, las puntas filosas de las cruces de hierro escondidas entre los pastos altos, acechando como la uña de una bruja, como el huso envenenado de la Bella Durmiente, esperando carne fresca de niñas desprevenidas.

La palabra se instala. Al rato deja de llamarnos la atención, de resultarnos extraña. Se acomoda otra vez a nuestra lengua como esas viejas amigas que no vemos por años, pero con quienes las conversaciones se retoman como si se hubiesen abandonado ayer. Volver a la casa materna siempre es un viaje en el tiempo. Las charlas traen a aquellos que murieron hace décadas, aun a los que no llegamos a conocer. El abuelo Antonio vuelve a montar a caballo cuando monta el tío Luis y mi madre dice: de espaldas, es como verlo a mi padre. El presente es un eco del pasado en las caras de los hijos de mis primos: agarro a upa a unos de los más bebés y es como tener de nuevo, en la falda, a mi prima recién nacida. Me da gracia porque tengo la edad para ser la abuela de esos niños, sin embargo, como no tuve hijos, seré para siempre la prima, la hermana, la tía o la hija de alguien: hasta allí mis líneas de parentesco posibles. La nieta de mi tío tiene ocho años y anda con un cuaderno y unas biromes. El tío me dice que ella es mi heredera y se ríe. ¿Escribís cuentos?, le pregunto. No, canciones, me dice muy seria. Como casi no me conoce, no conversa conmigo ni yo le impongo mi charla. Después de todo yo tampoco casi la conozco. Pero escucho que mi madre le pregunta si eso que tiene ahí es un diario. La nena no sabe lo que es un diario. Es como si fuera un amigo o una amiga a la que le contás tus cosas todos los días: escribís la fecha y anotás lo que hiciste, lo que pensaste ese día.

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Es algo que escribís solo para vos, nadie más lo puede leer. Selva y Lilian a tu edad también tenían sus diarios; todavía los guardo en casa. ¿Y los leíste?, pregunta la nena. No, claro que no, dice mi madre. Y sé que dice la verdad. A la noche, cuando Félix lleva de un lado a otro la sillita verde que José Bertoni me regaló cuando tenía dos años, le cuento que esa silla es mía, que la usaba yo cuando era más chiquita que él. Mira mi tamaño y lo mide con el tamaño de la silla. Se ríe y me dice que no puede ser. Que me siente ahora, dice. Me siento. Después se sienta él. Ahora la chicha. Intentamos sentarla, pero no se deja.