Cada deporte tiene sus héroes y sus villanos, y en ocasiones la misma persona cumple ambos papeles. Y así como José López es para los kirchneristas el solitario villano del deporte unipersonal consistente en el lanzamiento nocturno de valijas repletas de dólares (¿cómo puede ser que nadie sepa cuánto pesaba y cuántos dólares cargaba cada una de las Samsonite?), el macrismo lo convirtió en el héroe negro de la sistémica corrupción K cuyas tintas se cargan cada vez que el gobierno lanza una nueva medida antipopular. Así también, Messi pasa de gallego pecho frío a patriótico salvador universal, en lo que se repite el modelo maradoniano que de Dios del ’86 pasó a drogadicto irrecuperable tras su apartamiento pseudoefedrínico en el Mundial del ’94. La transición entre uno y otro papel implica el contraste de los resultados y el paso del tiempo, salvo en el caso de un único, oscuro deportista, que fue héroe y villano al mismo tiempo: yo.
Fue hace unos cincuenta años. Para arrancarme de mi abúlica obstinación por la lectura mis padres me enviaron al club a practicar básquet. Yo era horrible en la materia, imperdonable. Carecía de la coordinación de movimientos y de la conciencia del flujo general del juego: agarrar la pelota, recibirla y pasarla se convertía para mí en un problema de resolución imposible. Nadie sensato me habría hecho jugar en la cancha, cinco contra cinco. Pero una vez el entrenador me puso, no sé por qué, en un partido. Por supuesto, por mi culpa, perdimos. Cuando el árbitro pitó el final, como un solo hombre, mis cuatro compañeros salieron corriendo en mi persecución, dispuestos a cagarme a trompadas. La cancha del club estaba en un quinto piso. Los slaloms del mejor Messi no son nada comparados con la velocidad de mi huida: fui el villano del básquet y el héroe de un deporte descubierto por mí y que todavía no reconoce ninguna confederación: la fuga supersónica por escalera.