Un héroe es aquel que realiza una acción benéfica, costosa o riesgosa, mucho más allá del límite de sus obligaciones. Un mártir es quien pierde la vida por compartir una causa de interés colectivo.
Hay héroes que llegan al martirio: los que dan la vida en su acto heroico. A la vez, no todo mártir es un héroe: piénsese en quien ha sido víctima mortal de una persecución por causa de su mera opinión política, social o religiosa.
La calificación de héroe o de mártir implica respeto o admiración hacia una persona, a la que se propone como ejemplo de virtud, casi siempre desde la causa que ha defendido o compartido. Ambos conceptos adquieren un valor retórico o propagandístico: difícilmente se elogia al héroe enemigo ni al mártir de una confesión rival.
A menudo se exagera. De cualquiera que haya participado en una guerra se dice que es un héroe; de personas fallecidas se afirma que son mártires, aunque hayan muerto en su cama y no ante el pelotón de fusilamiento.
La insistencia en héroes y mártires corresponde a lo que Unamuno habría llamado el sentimiento trágico de la vida: la causa propia se postula como sagrada y se exhorta a las personas a defenderla más allá del deber y aun con riesgo de muerte, con lo que el planteo adquiere cierta dimensión metafísica.
Los argentinos tenemos una tendencia trágica pronunciada, como si lo que juzgamos más conveniente fuera una causa mística que llama al sacrificio de los creyentes y al (sin duda heroico) exterminio de los infieles.
Ese espíritu de jihad no siempre es fruto espontáneo de encendidas pasiones colectivas: a veces se construye deliberadamente, para lo que se habla de edificar, mantener o reconstruir la mística que da cohesión a una agrupación política o de otra naturaleza. En esa lógica, los seguidores se convierten en leales y los disidentes en traidores.
Cuando se observa esa dinámica desde afuera, se advierte que ella constituye una extrapolación metafísica de propósitos más cotidianos.
Cada ciudadano tiene su formación, historia, intereses y temores. Las agrupaciones que expresan sus coincidencias no son sectas religiosas ni desactivan sus divergencias, necesariamente parciales o pasajeras. Cuando, frente a un nuevo estímulo externo, el grupo reacciona de cierta manera, es posible que algunos de sus miembros disientan, así como que miembros de otros grupos sean atraídos por esa actitud.
Si estas reacciones se juzgaran permisivamente, la cohesión del grupo quedaría comprometida. Por eso se tiende a fomentar una conformidad resignada en nombre de la “disciplina partidaria”. Cuando se abandona el discurso sobre acuerdos o disidencias para hablar de lealtad y traición, es que se ha ido demasiado lejos y la cohesión se genera en torno a personas (o símbolos y ritos) y no a propósito de las ideas.
Postular héroes y mártires sirve a estas exageraciones y explota sentimientos que valoran el ejemplo y la adhesión personales sobre el debate racional.
Desde hace ya demasiado tiempo asistimos a una enfermedad de la democracia, en la que los ciudadanos-soberanos abandonan la responsabilidad de elegir a quienes cumplirán su voluntad para escoger, en cambio, el líder a cuya voluntad aceptan someterse, al menos por el momento. No se trata de una cuestión de matices: la diferencia es la misma que se advierte entre el trazado de un plan de gobierno y la mera sonrisa de un aspirante a caudillo.
Mientras se dé esta circunstancia, el culto de héroes y mártires será un arma más en la lucha por el poder, los voceros de la razón practicarán un modesto heroísmo y las víctimas voluntarias o involuntarias del sistema se parecerán a devaluados mártires colectivos.
*Director de la Maestría en Filosofía del Derecho de la UBA.