Casi siempre viajo sola y quienes sigan esta columna de vez en cuando sabrán que no me gusta viajar, soy el colmo de una columnista de viajes. Pero esta vez voy con dos amigas, Gaby y Julia, al festival de literatura de Edimburgo. En el aeropuerto, mientras esperamos nuestro vuelo, me veo haciendo lo que siempre veo hacer a la gente que viaja en grupo: nos reímos, nos sacamos selfies y tomamos mate desparramadas en los asientos incómodos de la sala de espera. Supongo que es una manera de no pensar en las 13 horas de vuelo a Londres que nos aguardan, en un avión atestado de gente, de día (odio volar de día) y, en mi caso, con una nenita pateándome la espalda la primera mitad del vuelo hasta que se queda dormida.
Pero por fin Edimburgo, tan preciosa, tan silenciosa, tan maquetita de libro troquelado infantil. Nos hospedamos en un departamento soñado, en un cuarto piso por escaleras. Los edificios de la ciudad son bajos y no tienen ascensor. Lo que sí tienen y nos volvieron locas son unos jardines salvajes que parecen oponerse al orden del resto, a las calles limpias, los separadores de basura, los parques verdes y perfectos donde la gente juega al golf. Estos jardines ejecutados sin orden ni plan me recuerdan a los que hacía mi abuela: gladiolos, rosas, arbustos, salvia, ruda, lengua de suegra, todo entreverado y glorioso como un grito de victoria. Julia es jardinera y yo sé algo de plantas, así que vamos por las veredas adivinando cuál es tal flor o a cuál de aquí se parece, prima lejana de qué familia será. De vez en cuando ella extiende la mano y agarra semillas que se guarda en el bolsillo del tapado.
Aunque allá es verano, la temperatura máxima es de 18 grados. Durante cada uno de los días que estaremos lloverá por lo menos dos veces: chaparrones gordos y fugaces o una garúa finita que tampoco dura demasiado. Caro y Sam son nuestros editores y nuestros anfitriones en la ciudad. Ya por mail nos habían adelantado un viaje a las afueras: adónde y a qué era una sorpresa.
El día de la excursión amanece lloviendo, cuándo no, y un poco más frío. Pero a media mañana, cuando salimos, el sol brilla. Y dejará de brillar apenas nos alejemos unos kilómetros de Edimburgo. Estamos yendo a las Highlands, las tierras altas. Llueve, hay viento, a medida que el coche se aleja el tiempo empeora. Vemos las colinas a través de la ventanilla mojada y de una especie de bruma que se extiende a lo largo del camino. Vamos buscando a las vacas flequilludas que Gaby vio en otro viaje a Escocia: las hairy coo son peludas y con cuernos, unos adorables peluches gigantes. Sin embargo, se nos escapan de la vista; cuando alguna de las tres distingue una y avisa, es tarde, ya pasó, no se ve. Deducimos que al contrario de nuestras vacas argentinas, que están siempre juntas, a estas les gusta más pastar en soledad. Vemos alguna perdida entre los pastizales y la llovizna, una mancha roja entre el verde sorprendente del campo. Y también vemos muchas ovejas de cara negra y cuerpo té con leche, parecen gatos siameses.
Visitamos dos castillos: uno está en el medio de un lago, así que lo observamos desde la costa como si fuera un pájaro o un animal descansando arriba de una roca. Al otro entramos, paseamos entre el silencio de los muros que se interrumpe por un grupo de turistas. Pero de todo, lo que más nos emociona son las montañas por cuyas laderas bajan decenas de vertientes: hilos de agua que abren la montaña como cicatrices transparentes. Abajo de la lluvia parece que la piedra llorara.