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Apuntes en viaje

Asunción

Al mediodía el Lido, uno de los comederos más famosos de la ciudad, ubicado frente al Panteón de los Héroes, es un hervidero de gente.

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Asunción. | Marta Toledo

Al Lido se llega palmeando, como se le decía a pasear por la calle Palma, varias cuadras de negocios y tiendas, por las que los asuncenos y las asuncenas salían a dar vueltas y engordar la vista en las vidrieras. Así empieza mi primer día en Asunción, palmeando, comiendo mbeju, chipa guasu y pastel mandi’o con su correspondiente Pilsen helada.

Al mediodía el Lido, uno de los comederos más famosos de la ciudad, ubicado frente al Panteón de los Héroes, es un hervidero de gente y a veces hay que estar un rato al acecho para conseguir un lugar en la barra ondulada que ocupa todo el salón en redondo. Como una ola espumosa que rodea la islita de mujeres que trabajan allí, tomando pedidos, yendo a vocearlos al pie de una escalera (la cocina está en el primer piso), recibiéndolos y volviendo a depositarlos frente a los comensales. Sirviendo chops de Pilsen de mandioca o regular, haciendo licuados, acarreando platillos con un pan parecido a una brioche que fabrican allí mismo. Hay mucho ruido en el Lido, voces, cubiertos, vasos; sin embargo, es posible hablar y escucharse. Afuera hay unas pocas mesas y parece un restorán común y corriente, pero la gracia es estar adentro.

Apenas llevo unas horas aquí y Asunción me parece curiosa y hermosa. Se lo digo a una amiga por wasap y ella me responde con una carcajada: a su madre, me dice, también le encantaba y ella no entendía por qué podía gustarle un sitio tan pobre y feo.

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Me encanta el modo en que los tiempos parecen superponerse como en esas paredes donde se pegan carteles una y otra vez y se van rasgando y aparece abajo un fragmento del anterior. Algo así sucede en las calles de Asunción: un edificio colonial asoma entre otros que quisieron ser modernos en los ochenta, otro restaurado convive con uno de la misma época venido abajo o con un grafiti de pared completa pintado hace poco. Los autos importados, las camionetas imponentes comparten la misma calle con los colectivos urbanos de la década del setenta. La estación de ferrocarril, la primera de Latinoamérica, volvió a la vida en épocas de Lugo como centro cultural y después fue confinada nuevamente a un aburridísimo museo ferroviario. Al lado una casona que, me cuentan, fue un prostíbulo legendario, luego también un centro cultural, ahora con las puertas y las ventanas cerradas a cal y canto. Justo donde termina la casona, en la esquina, hay unos árboles y dos mujeres que esperan clientes a la sombra, como diciendo qué nos importa que todo esto sea un espectro de lo que fue: zona prostibularia se respeta, carajo. Yendo por la costanera hacia el puerto también hay restos del pasado: grúas viejísimas, detenidas desde hace décadas, y maquinaria moderna trabajando a todo vapor.

Al atardecer subimos al barrio San Jerónimo, un caserío simpático con las casitas pintadas de colores chillones. Para ir al bar que queda en el lugar más alto subimos escaleritas que pasan por los patios de los vecinos. Las puertas y las ventanas de las casas están abiertas, adentro sus habitantes hacen su vida como si nada y las estampas se repiten: televisores encendidos, gente comiendo.

El bar supo tener una vista espectacular al río, pero ahora nos topamos con una mole de cemento en plena construcción: un gigantesco y grosero estacionamiento de varios pisos. Igual pedimos unas cervezas y nos sentamos en la terracita a mirar cómo, allá lejos, trabajan los obreros. El ruido de las máquinas llega atemperado, el esqueleto de concreto iluminado brilla en la bruma que se levanta del río.