Ya nadie recuerda el día exacto, pero para fin de marzo o principios de abril de 1979 un matrimonio y 12 niños llegaron en un avión de Cubana de Aviación a La Habana. Héctor Dragoevich (“Pancho”) y Cristina Pfluger (“Laura”), fueron recibidos por dos cubanos que no se separarían más de todos ellos desde el primero al último día de la guardería: Jesús Cruz, del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, y Saúl Novoa, “El Gaita”, nada menos que de Tropas Especiales, cuerpo de élite de las milicias cubanas.
De la docena de chicos que llegaron con Pancho y Cristina solo dos eran sus hijos: Leticia y Ernesto. El mayor del grupo tenía apenas siete años (...)
Fue más o menos por los mismos días en que en Madrid se organizaba el primer grupo de niños, cuando a Edgardo Binstock lo convocó el comandante “Roque” (Raúl Yäger). Binstock estaba en una situación complicada, en Morón Sur había “levantado” la casa en la que vivió durante mucho tiempo y de pronto tenía que dejar la nueva de Los Hornos, ésa desde donde había intentado rearmar Montoneros en La Plata. Les pasó la casa y el auto a otros compañeros. Pero circular por ahí, con esa información, sabiendo de esa casa, no era seguro. Desde México le llegó la orden y en los primeros días de 1979 volvió a salir del país.
Al llegar a México, Yäger le explicó la decisión de poner en marcha la Contraofensiva. Y que necesitaban alguien de confianza como él. Le dijo que la ofensiva de los militares había alcanzado su techo, las Fuerzas Armadas estaban divididas: unos programaban una profundización de la represión mientras otros solo apuntaban a consolidar lo hecho en materia económica, política y social. Había una posibilidad de terminar con la dictadura, le dijo, si agrandaban esa grieta con acciones de relevancia y con la fuerza del sector sindical. Le explicó que varios compañeros tenían hijos, como él y Mónica. “Chiquitos, como los pibes tuyos, como los nuestros”, le dijo. Y agregó que con los pibes no se podía volver, que los militares se estaban quedando con los chicos y que los usaban para sacar datos a los padres, incluso torturando a los niños.
—Vos vas a ser el responsable.
—¿Responsable de las operaciones?
—No. Responsable político de la guardería. Tenés que irte con Mónica y los chicos para Cuba (...)
Después de algunas otras “tareas”, Hugo Fucek se fue a España, donde conoció a Nora y aceptó llevar con ella a varios niños a la guardería. La primera impresión fue de susto, él no creía que pudiera ser papá y no tenía trato con chicos.
Desde el aeropuerto de Barajas hacia la isla volaron simulando ser un matrimonio con por lo menos siete chicos. No había manera de que tantos niños de edades similares pasaran por hijos de la misma pareja. Además, los chicos de Nora eran muy rubios, con el pelo casi blanco, Victoria –una de las chiquitas que llevaban– era una niña morena con la piel dorada como la miel y los otros eran también distintos y casi de la misma edad: con solo mirarlos se advertía que no eran hermanos entre sí. Todavía hoy Hugo se pregunta cómo fue posible que el agente de Migraciones no descubriera el engaño, aunque tal vez habría en Migraciones o en el vuelo cómplices para tamaña farsa.
De tantos nervios que pasó olvidó cómo hizo para llegar de la Aduana a su asiento en Cubana de Aviación. Cuando por fin se sentó, con todos los chicos cerca, respiró y empezó a disfrutar en cierta manera de la que sería una experiencia por momentos angustiante pero tal vez una de las más maravillosas que vivió, según dice. “Aprendí que podía ser padre”, recuerda, nostálgico, tres décadas después.
Y entonces fue que Hugo cambió la lucha armada por el uniforme de mujer y en La Habana se convirtió en el primer montonero “travestido”. Así se autodenominaba y el comandante Firmenich lo miraba con reproche cuando lo oía. Fue el primero y el único, y si hubiera ocurrido con alguien más, la falta hubiera sido grave y probablemente hasta merecedora de un castigo. Que los chicos se rieran a carcajadas lo justificó. Nadie le pidió que se travistiera. Sin embargo, él, que no tenía idea de cómo era tratar a un chico se descubrió un día hurgando entre la ropa de su compañera para disfrazarse y autobautizarse como “Tía Porota”. Ese era su papel en ese momento, su rol en la “revolución”. Pollera larga, zapatos chicos, peluca y una cartera. Casi todos los mediodías la “Tía Porota” aparecía de visita. Había que entretener a los niños, hacerlos reír, que no pensaran en cosas que los ponían tristes.
Hugo asumió que ésa era la misión que le tocaba y así, grandote como era, se sentaba y saludaba a los chicos que reían a la hora del almuerzo y la cena porque la “Tía Porota” los acompañaba a comer.
Su pareja entonces, Nora Patrich, fue quien improvisó una peluquería en el enorme patio de atrás. Los chicos hacían fila para que les cortara el pelo. Otras veces armaba un teatro y preparaban obritas con los chicos o hacían ahí una fiesta de cumpleaños para festejar los de todo el mes. Un día incluso se tomó el trabajo de separar toda la ropa. Eran por lo menos una veintena de chicos, que podían ser más según los viajes de sus papás. Nora se opuso a que compartieran todo, dijo que cada cual tenía que tener lo propio, aunque no fuera mucho. Y como al apilar la ropa vio lo poco que tenían, compró unos retazos de tela cloqué, esa que tiene una parte elastizada, y cortó tubos a los que puso dos tiritas y cosió, con una máquina que les habían prestado, un solerito para cada niña.
*Autora de La guardería montonera, editorial Marea (Fragmento).