COLUMNISTAS
SOBRE LA TRAICION Y EL PASO DE RACING A INDEPENDIENTE

Hilario, la ira de Dios

Gaius Iulius Caesar, el emperador romano, amaba la traición pero –solía aclarar–, odiaba al traidor.

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“Yo soy el gran traidor. No debe haber ningún otro. Cualquiera que tan sólo piense en abandonar esta misión, será cortado en 198 pedazos.”

Klaus Kinski en “Aguirre, la ira de Dios” (1972), de Werner Herzog.



Gaius Iulius Caesar, el emperador romano, amaba la traición pero –solía aclarar–, odiaba al traidor. Durante los idus de marzo del año 44 antes de Cristo, sufrió todo esto en carne propia y fue asesinado de 23 puñaladas en el Senado, víctima de una conspiración. “¿Et tu, Brute?”, le hace decir Shakespeare en su tragedia, antes de ser acuchillado por su amado hijo adoptivo. Cría cuervos, Julito.

Menos romántica fue la vida y la muerte de Lope de Aguirre, “el loco”, “el tirano” o “la ira de Dios”, un soldado oscuro y brutal de la conquista española que hizo desastres en el continente hasta que en 1561 decidió rebelarse contra la Corona y asesinar a su jefe, Pedro de Urzúa, enviado por Pizarro a la selva peruana para hallar el mítico reino de El Dorado, donde “el oro caía de los árboles”. En su primera carta al rey Felipe II, sin que le temblara el pulso y antes de proclamarse “Príncipe de la Libertad de los Reinos de Tierra Firme y las Provincias de Chile”, firmó como “Lope de Aguirre, el Traidor”. En la segunda misiva, después de haber liquidado con sus propias manos a más de setenta “posibles conspiradores” en diez meses, el hombre ya trataba al monarca más poderoso de su tiempo como un “menor de edad” y lo desafiaba: “No puedes llevar con título de rey justo ningún interés en estas partes, donde no aventuraste nada, sin primero gratificar a los que trabajaron”. El director alemán Werner Herzog inmortalizó esa gesta demencial de triste final en una película de culto, protagonizada por Klaus Kinski.

Esas sí son rebeliones como la gente, muchachos, y no esas tristes peleas de vedetongas entre Ramón y los amiguitos de Orión, o aquella del golpe del Muñeco Gallardo contra Mostaza Merlo.

Hilario Navarro es un arquero correntino, alto, demasiado flaco, de pocas palabras. Lo trajo Costas de Paraguay y después de una breve escapadita a River –donde llegó a entrenarse– quedó en Racing, aunque pocos confiaban en sus virtudes. Error. Entró y fue figura. Elástico, seguro, con reflejos de felino, fue la única sorpresa grata en un club acostumbrado a la catástrofe. Una lesión frustró su venta a Europa y, cuando todos lo veían otra vez de regreso, el hombre –proclive a la fuga, como el Gordo Valor y peronista sin caja–, de un día para el otro y como si nada, firmó para Independiente. Glup.

Los hinchas lo quieren matar, lo detestan, lo han convertido en icono de su desprecio. ¿Es para tanto? Navarro atajó bien pero nunca llegó a ídolo. Se fue, podemos conjeturar, porque cobrar en Racing debe ser más difícil que echar a De Vido y Moreno del Gobierno. Es comprensible. Un profesional debe elegir lo mejor para su carrera, lo sé. Recuerdo mi pase de Siete Días a Gente, su rival histórico; y de allí a La Semana de Fontevecchia; o del diario Clarín de Ernestina a La Prensa de Amalita. ¿Que a nadie le interesa el veleteo de un aburrido periodista de la gráfica por los medios? Muy bien, recurramos a la ideología, si alguien recuerda lo que era.

Podría repasar los infinitos casos de la historia nacional –Menem y su súbito liberalismo, Frondizi, Frigerio y el pacto fallido de Puerta de Hierro, Vandor y su peronismo sin Perón, Alvear y su antipersonalismo, Urquiza y su guiño al puerto, esta titubeante negativa cóbica–, pero sería demasiado fácil. Caer en el abismo de la farándula local, una porquería. Recordar el romance de Lauren Bacall con el amigo Sinatra en plena agonía de Bogart, un golpe bajo. Que decir del simpático recorrido de Von Braun, de las SS y los mortíferos V2 de Adolfo, a la pisadita de Armstrong en la Luna. ¿Y mi amado Woody con la coreanita de Mía? Uf.

Grandes, pequeñas, berretas. Si algo sobra, colegas, son las traiciones. Pero volvamos a Hilario. ¿Cual fue su pecado? ¿Irse? No. El problema fue pasar al rival de barrio y posar sonriente con su camiseta, romperle el corazón al hincha, sin piedad. Encima, pasarla bomba. Eso no se hace, nene.

No es el único ni el primero, claro. Ya lo hicieron Tarantini, Gareca y Ruggeri hace más de 20 años, de River a Boca. Y antes de ellos, el loco Salinas fue echado de River después de ser sorprendido con la camiseta de Boca debajo del buzo en una concentración. Pero nada es tan terminante en clubes donde el brillo y los títulos lo tapan todo. No pasa lo mismo en Rosario, donde un cambio de vereda de Central a Newell’s es virtualmente imposible. Lo mismo en La Plata. O en Santa Fe, donde la agachada de Cabrol, un ídolo de Unión que fue a jugar a Colón, provocó más ira que las retenciones. Pueblo chico, infierno grande. Miren sino, la ancestral gambeta de Víctor Molina, caudillo de Sportivo Italiano, que este año jugará para Social Español. ¡Ni pizza ni perdón!

Querido Hilario, te seré sincero. Honestamente creo exagerado, hasta ridículo, que la gente te llame traidor. No da. No sos Bruto, ni Lope de Aguirre; ni siquiera Borocotó. La carrera de futbolista es corta; quizá hayas hecho bien, como no. Pero cuando repaso la foto de tu presentación, esa alegría tuya con la venerable casaca roja, ese escudito. Ay. Un inexplicable no sé qué me nubla la mente, me inflama el alma. Sufro. Me sorprendo imaginando que bien podrías comerte cincuenta goles en este torneo; o que quizá no salgas más del banco. Que horror, mil perdones.

Pero que nadie me pida sensatez, señores, que esto es fútbol. Y bien de acá; como Racing, la Zamba de mi esperanza, la tabla del descenso, el riesgo país y la cordura, tan perdida.