La verdad es que esta crónica fue un lío. Un poco porque todo venía como cantado y en las últimas semanas Barack Obama era número puesto, como decimos en nuestras pampas, hasta que la señora Hillary Clinton dio el batacazo de esta semana. Y otro poco porque me tocó escribirla en el viaje de regreso a la Argentina, con extravío de valija incluido. Y no era cualquier valija sino una en la que había un montón de documentación importante, mucha de ella referida a esta crónica que, desde hacía una semana, venía preparando.
Aparte de eso, fue sorprendente la cantidad de votos que Hillary obtuvo en Texas, lo que modificó el rumbo de este texto. Porque todos los apuntes venían –por qué no confesarlo– para escribir acerca de lo que parecía la consagración del primer posible presidente negro de los Estados Unidos.
“Va a ser una larga carrera –me había dicho Christopher Little, un distinguido profesor de secundaria de Richmond, la capital del Estado de Virginia, al despedirme en el aeropuerto de su ciudad–. Hillary todavía puede ganar en varios estados y con porcentajes bastante convincentes.”
Esa misma mañana, en todos los diarios norteamericanos se confirmaba la candidatura de un veterano tercero en discordia: el inefable Ralph Nader, un abogado dizque de izquierdas que desde hace años se presenta como alternativo a republicanos y demócratas, y que ya le aguó varias fiestas a estos últimos y siempre favorece a la derecha.
Todavía hoy, mientras cierro esta nota que los lectores de PERFIL leerán el sábado y domingo, intento explicarme tantos fenómenos políticos de este rarísimo, gigantesco y tan contradictorio país.
El batacazo de Madame Clinton
De todos modos, si bien Hillary parece haber revivido, ello no implica que su rival haya perdido nada. Al contrario, el segundo “supermartes” (el de esta semana que pasó) sólo vino a ponerle sal y pimienta a un proceso político apasionante. Tanto como que está en juego el poder político, económico y cultural más formidable de los últimos, por lo menos, sesenta años: quien habite la Casa Blanca a partir de noviembre pueden ser o una mujer madura, o un joven negro, o un septuagenario veterano de guerra. No es moco ’e pavo, como se dice vulgarmente.
Lo cierto es que los dos primeros llegaron, como también se dice, cabeza a cabeza. Y la recuperación electoral de Hillary fue espectacular: cumplió su mejor performance electoral triunfando en dos estados grandes: Texas y Ohio; y en uno pequeño: Rhode Island. Obama sólo tuvo un premio consuelo: venció en el lejano y despoblado Vermont, que apenas tiene 650.000 habitantes contra, por ejemplo, los 24 millones que hay en Texas. De los cuales el 36% (8,4 millones) son hispanos.
Igual que en California hace un mes, esa comunidad parece hacer sido determinante no sólo en favor de Hillary sino también en contra de Obama. De quien los latinos en general sospechan precisamente porque es negro y temen que vaya a favorecer exclusivamente a la comunidad afroamericana. Un mito, seguramente, pero tan fuerte como que el gobierno de Bill Clinton fue el período de mayor florecimiento de la hispanidad norteamericana. Eso pesa muchísimo y los dos precandidatos lo saben: los hispanos representaron en los comicios de 2004 el 22,4% del electorado nacional, según cifras del Pew Hispanic Center y del Consejo Nacional de la Raza (NCLR), la mayor organización latina del país.
Lo cierto es que Madame Clinton dio vuelta, así, la sensación que se respiraba en todo el país en la mañana del pasado martes: que no había modo de frenar a Obama en su carrera hacia la Casa Blanca, ya que venía con once triunfos estaduales al hilo y con 150 delegados de ventaja.
De manera que el batacazo –tras el cual se nota la mano del ex presidente y actual superinfluyente dirigente demócrata Bill Clinton– le permitió a Hillary volver a sonreír aunque, es cierto, todavía falta mucho camino por recorrer y para ella será, sin dudas, un camino siempre cuesta arriba.
Y es que en la cosecha de delegados las cosas no cambiaron: el lunes pasado Obama iba primero con 1.389 contra 1.279 de Clinton, pero luego de este “supermartes”, y al cierre de esta crónica, la ventaja era de 1.573 a 1.464. O sea que ella logró apenas disminuir esa distancia, de 110 a 109 delegados; casi nada.
Matemáticas para no ganar
Quizá por eso la sonrisa y los esfuerzos de los Clinton no debilitaron, en absoluto, la sensación popular generalizada (al menos en la Costa Este) de que Barack Hussein Obama –ese negro poco negro cuyo segundo nombre la derecha subraya provocadora y despreciativamente como si fuera un pecado, pues recuerda al ejecutado dictador iraquí, Saddam Hussein, cuyo derrocamiento fue la excusa de Bush para la aventura bélica de la que ahora este país no sabe cómo salir– seguirá avanzando electoralmente.
De hecho todavía habrá elecciones primarias en una docena de estados, dos de ellos muy importantes: Pennsylvania (188 delegados, y donde las encuestas dan ventajas a Clinton por 46 a 37 puntos) y North Carolina (134 delegados, donde la expectativa es inversa: 47 a Obama, 38 a Clinton).
Así, como me explica el profesor Little, “todo indica que esto va a terminar por definirse en Denver”. En esa ciudad del central Estado de Colorado, a fines de agosto se reunirá la Convención partidaria.
Pero eso es visto por muchos analistas, y por gran parte de la dirigencia demócrata, como un problema gravísimo, porque equivale a otorgar a los republicanos, que ya tienen candidato, una extraordinaria ventaja de cinco meses de campaña.
Lo cierto es que con las sucesivas derrotas de febrero pasado, la imagen de la ex primera dama se debilitó mucho y ahora es vista por algunos dirigentes partidarios más bien como un obstáculo. Son muchos, incluso, los que piensan que ella quizá debería resignar sus ambiciones para que de una vez Obama empiece a pelear contra los republicanos la ardua batalla de aquí a noviembre, en la que deberán enfrentar a un héroe de Vietnam que tendrá detrás a todo el aparato gubernamental, el fundamentalismo religioso y el más grande poder empresarial.
O sea que es la pendularidad lo que más complica el retorno de los demócratas a la Casa Blanca. Ted Peebles, un activo profesor de español de la Universidad de Richmond, lo explica así, entre irónico y apesadumbrado: “Es que los demócratas siempre empiezan ganando y al final se enrollan en sus internas, mientras los republicanos arrancan perdiendo hasta que se unen y arrasan”.
Parece cierto: desde hace tiempo hay indicios de que finalmente Obama, sin dudas el candidato más glamoroso y atractivo, acaso no pueda sortear los escollos que los mismos demócratas le ponen enfrente. De hecho, después de mis conversaciones en la Universidad de Virginia con la Dra. Carrie B. Douglass, destacada antropóloga social y aguda observadora política, pude advertir que en efecto “hacer negro” a Obama podía ser una estrategia consistente para los Clinton. Los resultados en Texas y Ohio parecerían confirmarlo, aunque todavía falta mucho por recorrer.
Como sea, Madame Clinton está agrandada: “Si queremos un presidente demócrata necesitamos un candidato capaz de ganar en los grandes estados, y nosotros hemos ganado en todos ellos: Florida, Nevada, New Mexico, Arizona, Michigan, New Hampshire, Arkansas, California, New York, New Jersey, Massachusetts, Oklahoma y Tennessee!”, dijo para el NYT.
Partiendo de que en este país los triunfos no los dan los votos populares, ni tampoco el número de estados en los que se vence (si así fuera, ya Obama sería el candidato), Chad Freckman, un experto en biocombustibles del Estado de Virginia, comentó lo siguiente: “Habrá que ver cómo cae eso en los estados que votaron por Obama. Como Virginia, por ejemplo”.
Aunque el gran problema de la ex primera dama, en opinión de Patrick Healy, reconocido analista del NYT, es que “la simple matemática electoral es todavía su enemiga, porque ella necesita convencer a los superdelegados que la han venido abandonando”. De ahí que la recuperación de Hillary todavía no es suficiente para consagrarla, de igual modo que no lo fue para Obama la seguidilla de triunfos que obtuvo en febrero.
Claro que esa tendencia no ha sido del todo revertida y es lo que todavía entusiasma a los partidarios de Obama. Porque además hay otra cosa, que subraya Douglass: “El desafío que ella enfrentará desde ahora no es sólo vencer a Obama, sino a cierta resistencia que está empezando a crecer en su propio partido”.
Y es que el establishment del Partido Demócrata parece estar cada vez más listo para seguir al senador negro, y por una razón de mucho peso: porque él sí tiene grandes chances de vencer a McCain.
De hecho todas las encuestas posteriores al último “supermartes” siguen favoreciendo a Obama y la gran mayoría de ellas destaca que si en las elecciones nacionales de noviembre próximo McCain debe enfrentar a Clinton, podría ganarle ajustadamente. Pero si el rival llega a ser Obama, entonces McCain perderá por varios puntos: 47,1 contra 42,9 según la última indagación nacional de Real Clear Politics, una de las más respetadas ONG de Washington.
Quizá la oferta de Hillary, de compartir la fórmula con Obama, sea un indicio de que los demócratas algo aprendieron de las últimas derrotas.
Un chico de varios mundos
De todos modos, si esta crónica debía ser sobre el ganador de la interna demócrata, pues no hay tal. Quizá más adelante llegue el tiempo de escribir sobre la candidata Hillary, pero ahora seguiré con Obama. O mejor, con los Obama. Un sueño americano, como dicen ellos.
Y es que la gran figura de esta campaña electoral fue, es y seguirá siendo este negro todavía joven (nacido el 4 de agosto de 1961, tiene sólo 46 años) que puede llegar a ser el presidente y comandante en jefe del Estado más poderoso del mundo.
Un hombre que, hay que reconocerlo, fue prefigurado por la industria del cine y la tele en Hollywood, que hace rato viene imaginando la posibilidad de un presidente negro para este país, pero que, sobre todo, tiene méritos suficientes y características que lo hacen, por lo menos, un personaje fascinante.
El la llama “La Roca”, o “Mi Roca”. Y eso parece esta altísima, sólida, elegante y atractiva mujer negra de 44 años llamada Michelle Robinson. Ahora popularmente conocida como Michelle Obama.
Nació en un barrio de clase media pobre de Chicago, pero pudo estudiar en las mejores universidades de los Estados Unidos: las enormemente prestigiosas Princeton y Harvard. Por cierto, su tesis de graduación en Sociología, en Princeton, se tituló: “Los negros educados y la comunidad negra en Princeton” y, aunque hoy es un texto inencontrable, el diario Chicago Sun Times ha dicho que Michelle escribió allí que “esa experiencia me hizo consciente de mi negritud como nunca antes”, y también: “a menudo me parece que, para ellos, yo siempre seré ante todo una negra, y sólo después una estudiante”.
Como fuere, se graduó con honores y eso le permitió entrar a la Escuela de Derecho de la exclusiva Universidad de Harvard, que aparte de ser la más prestigiosa es la más cara de los Estados Unidos.
Al terminar volvió a Chicago y se empleó en Sidley & Austin, un importante estudio de abogados en el que se especializó en derechos de autor y marcas registradas. En 1989 conoció allí a Barack, también abogado egresado de Harvard, y al poco tiempo empezaron a salir. En 1991 fallecieron su padre, Fraser Robinson, y su mejor amiga, Suzanne Alele.
Siempre con collares de perlas al cuello, prefiere los trajes y las faldas largas, zapatos de tacones bajos y los colores discretos. Tiene una dentadura perfecta y una sonrisa ancha y agradable. Los que la conocen dicen –y así se lee en los muchos reportajes que le han hecho recientemente– que es una mujer tranquila y de empecinado bajo perfil, dueña de un agudo sentido del humor y de una rara virtud: sólo aparece cuando es necesario.
Las revistas y sus nuevos biógrafos compiten en los adjetivos: fresca, abierta, audaz, dura, una mujer con los pies sobre la tierra. Quién sabe... A mí lo que me parece más interesante de destacar es lo que ella misma declaró hace muy poco: que su “mayor miedo” es que la vida política presidencial pueda chuparle todo el idealismo a su marido. No quisiera, dijo, que esa vida lo convierta “en un desalmado, cínico político común”.
Michelle suele subrayar que odia el trabajo de conseguir fondos de campaña y que, por eso, prefiere su lucrativa carrera de abogada. A la función pública la ve como eso: una función, no un destino. Y cuando hace poco le preguntaron si pensaba luchar por la banca que dejaría su marido en el Senado, de ser electo presidente, respondió con una mueca de disgusto: “Ugh, no, gracias”.
Con esa misma espontaneidad ha contado, por caso, que Obama ronca mucho y tiene mal aliento por las mañanas.
Todo parece indicar que ella es, en efecto, una roca para su familia. Acompaña a Obama en sus giras, claro que sí, e incluso pronuncia encendidos discursos cuando es necesario (es una competente oradora, sobre todo cuando se dirige a los afroamericanos), pero siempre está más pendiente de las necesidades familiares. Sólo deja a sus dos pequeñas hijas (Malia, de 9, y Sasha, de 6) con su propia madre, y se ocupa obsesivamente de que Obama nunca pase más de una o dos noches fuera de la casa, cualquiera sea el itinerario de sus giras. Y cuando están separados, casi todas sus varias conversaciones telefónicas diarias giran en torno de las niñas. Ella insiste en que él esté presente en las fiestas escolares, e incluso lo hace viajar desde donde esté para asistir a las reuniones de padres con los maestros. Y al inicio de la campaña instaló un sistema de video-chat en la computadora portátil personal de Obama y en las habitaciones de las niñas, para que hablen y se vean diariamente.
Chismes periodísticos dicen, incluso, que ella tiene secretamente planeado no habitar la famosa Ala Este de la Casa Blanca, que es la residencia de los presidentes y sus familias. Lo que es cierto es que nunca se mudó a Washington desde que Obama ocupó su banca en el Senado.
Dicen los que la conocen que es una mujer tremendamente competitiva, por naturaleza. Acaso por eso de muchacha no fue deportista: no podía soportar la sola idea de la derrota. Al revés de su hermano Craig, que fue un destacado jugador de básquetbol colegial, en Princeton, y actualmente es director técnico del equipo de otra afamada universidad (Brown).
Aunque ella no tiene un rol específico en la carrera presidencial de su marido, de hecho se ha dedicado a hablar directamente a los votantes afroamericanos, siempre con ese lenguaje llano. Y es que desde el inicio de la campaña hubo muchas comunidades y organizaciones negras que se mostraron reticentes a la idea de que un hombre negro pudiera llegar a ocupar la presidencia. Y no faltaron los que dudaron abiertamente de Obama en tanto negro, precisamente por su educación blanca, sus modales de blanco y su manera de hablar que poco tiene que ver con el estilo de los afroamericanos. Michelle, en este sentido, ha jugado y juega un papel fundamental.
Quizá esto se deba a su tranquila historia familiar, que le brindó autoestima y seguridad. Al contrario de su esposo (Obama casi no conoció a su padre y nunca tuvo una vida familiar estable), Michelle creció en un ambiente sereno y amoroso, en un departamento modesto de un solo dormitorio, donde su madre (Marian) fue una presencia fundamental. Su padre, Fraser Robinson, era un policía local y apasionado militante del Partido Demócrata. Uno de sus colegas en la Universidad de Chicago, David Strauss, dijo hace poco que “no hay diferencias entre la Michelle pública y la Michelle privada”. Pero ambiciosa sí parece ser. En la larga biografía que publicó Newsweek se dice que “ella desea llegar a la Casa Blanca tanto como lo desea él”.
Ralph Nader, el tercero de enfrente
Se llama Ralph Nader, tiene 74 años de edad y por cuatro décadas ha sido abogado de consumidores. Inesperadamente para algunos, la semana pasada hizo el anuncio que muchos demócratas temían: se presentará como el tercer candidato a la presidencia.
El daño será, desde luego, para los demócratas.
Con un discurso progresista y que algunos llaman “de izquierda”, se dirige siempre a los muchos disconformes, mayoritariamente votantes demócratas, que no terminan de sentirse satisfechos con las opciones de los dos grandes partidos. No fue el primero (George McGovern fue otro candidato independiente hace veinte años, y también lo fue Ross Perot en los 90) ni será, todo lo indica, el último, pero la capacidad de influencia de estos terceros en discordia termina siendo siempre enorme.
Su candidatura, voluntariamente o no, es algo que seguirá siendo motivo de discusiones inútiles por muchos años más. En las elecciones del año 2000, la candidatura de Nader fue definitoria para la derrota de los demócratas: obtuvo el 2,7% de los votos, de votantes que muy probablemente hubieran optado por Al Gore. Y de hecho los 98.837 votos que obtuvo en el Estado de Florida fueron, a la postre, la tumba de Gore y la puerta de entrada a la Casa Blanca para George W. Bush.
En 2004 volvió a presentarse, y aunque obtuvo sólo el 0,3% y no fue determinante en la reelección de Bush, su presencia como candidato fue nuevamente inquietante, esa vez para John Kerry.
En esta ocasión, y de cara a noviembre próximo, el anuncio ya encendió luces de alarma. “Es una noticia realmente infortunada –dijo Hillary Clinton–. Ya lo hizo antes y ahora vuelve. Eso no es bueno para nadie”. Y Obama fue más duro aún: “Nader merece reconocimiento como abogado de los consumidores, pero su eterna candidatura no pone comida en los platos de esos mismos consumidores. Hace ocho años la gente se dio cuenta de que él no tenía idea de lo que decía y hacía”.