E n una democracia los gobernantes son elegidos para ejercer el poder durante un tiempo limitado, al cabo del cual deben restituirlo a su verdadero dueño, que es el pueblo; pero cuando esos gobernantes legitimados popularmente, pretenden convencer a sus representados que son los únicos que están en condiciones de mandar y de brindarles bienestar, es porque en esa democracia ha surgido un elemento distorsivo, denominado populismo, cuyas bases de consolidación son el engaño, el fanatismo de las masas, la corrupción, la pobreza y la hipocresía.
El engaño se aparece cuando el gobernante populista intenta erigirse en una suerte de salvador mesiánico, que en el contexto de su fantasía, liberará al pueblo de imaginarios enemigos que estarían al acecho para someterlo, tales como el imperialismo, las corporaciones o los buitres. De esta forma infunde temor en la sociedad con el objetivo de generar una irracional dominación sobre sus miembros, muchos de los cuales, por carecer de parámetros educativos suficientes, terminan fanatizándose con el autoproclamado mesías, apareciendo aquí el segundo elemento característico de los regímenes populistas.
Ocurre que el gobernante populista no logra convencer al cien por ciento de los gobernados, motivo por el cual se produce una grieta entre sus fanatizadas víctimas y los incrédulos que no son seducidos por la inescrupulosa estrategia, quienes por tal motivo pasan a ser considerados enemigos de la patria.
El populista sabe que su discurso falaz constituye un instrumento para perpetuarse en el poder, y para beneficiarse con los millonarios recursos públicos que, gobernando, tiene la posibilidad de administrar. Pues aquí aparece el otro elemento propio de estos sistemas, porque la consecuencia inmediata de este estilo de gobierno es la corrupción, que los populistas justifican con patéticos argumentos como el que, por ejemplo, utilizó alguna vez la diputada kirchnerista Diana Conti, en un programa de televisión: “Peleamos contra factores muy poderosos y para animarse a eso hay que tener un patrimonio muy grande, hay que tener la vida ya hecha, saldada, y saber que ni tus hijos ni tus nietos te van a poder reprochar por tu actividad política”.
Además los gobernantes populistas son dueños de una implacable fábrica de pobres, a los que necesita para desarrollar sus políticas, ya que por carecer de posibilidades de acceso a una educación digna, son susceptibles de ser fácilmente engañados.
A partir de la pobreza, entra en escena el último de los elementos propios del populismo: la hipocresía. El gobernante populista lo es porque declama amor incondicional por los pobres, pero al mismo tiempo detesta vivir como ellos y desarrolla políticas que les impide salir de la pobreza. Es hipócrita porque invoca a la república pero pretende eternizarse en el ejercicio del poder, detesta a los jueces independientes que tienen la “osadía” de ponerle límites, y desmantela a los organismos de control. Es hipócrita porque invoca a la educación, pero promueve el fanatismo irracional de las masas.
El kirchnerismo ha sido un clásico ejemplo de populismo. Engañó a miles de sus votantes, proclamó la eternidad del “modelo” que aplicó, descalificó a sus opositores, fanatizó a las masas generando una profunda grieta en la sociedad, y utilizó a los pobres para desarrollar sus perversas políticas; todo en el marco de la más auténtica hipocresía, porque mientras la fortuna de sus exponentes crecía sin pausa, les hizo creer a los pobres que defendía sus intereses, y a pesar de haber sostenido su nefasto relato en los pilares de la inclusión y de los subsidios descontrolados, terminó su gestión ocultando la información acerca de los índices de pobreza, y dejando un tendal de un pobre por cada tres habitantes.
Para que en la tierra fértil de la democracia no crezcan yuyos populistas, es necesario esparcir los fertilizantes de la educación y de la cultura cívica.
*Prof. Dcho. Constitucional UBA, UAI y UB.