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Historia de o

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Fogwill dijo de Hebe Uhart: “Es el mejor narrador argentino”. Lo dijo en un momento exacto, cuando más hacía falta. Hebe Uhart no estaba de moda. Publicaba en editoriales chicas (cuando hacerlo no estaba de moda), lejos de la reunión de los cuentos completos y de los premios literarios que llegarían algo después. Contaba con esa clase de prestigio que suele denominarse “de culto”, que es algo que se aprecia más que nada retrospectivamente, cuando se lo contempla desde la obtención aliviadora de un reconocimiento mayor. Fogwill era generoso muchas veces. Ésta fue una de ellas.

Pero lo que dijo importó tanto como la manera de decirlo, porque la frase tiene un notorio efecto de choque (Fogwill sabía ser chocante). Salta a la vista, salta al oído: “el mejor narrador argentino” se lo aplicaba a Hebe Uhart, una escritora. Y es que diciendo, como se esperaría, “la mejor narradora argentina”, iba inexorablemente a entenderse que ella era la mejor entre las escritoras, la mejor entre las narradoras mujeres. Y no era eso lo que Fogwill quería decir. Lo que quería decir es que era la mejor de todos. ¿Cómo decirlo y ser rotundo sin incurrir en rodeos explicativos, en cláusulas de salvedad?

Fogwill dijo “el mejor narrador” y de esa forma le acertó al corazón del lenguaje patriarcal (cuando no estaba de moda hacerlo). Se trata de un ejemplo puntual, lo sé, sin alcances de retrato integral. Pero es un ejemplo potente. Fogwill le hizo decir al lenguaje patriarcal, a su gramática y a sus desinencias, que la mejor era una mujer. Le infiltró ese nombre femenino, el de Hebe Uhart, al formato de masculinidad de la construcción establecida. Y produjo así, al interior de ese mecanismo, un colapso de engranajes, algo como un cortocircuito.

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Entiendo que la deconstrucción es algo más bien de esta índole: algo del orden del descuajeringamiento inmanente, una desfundamentación radical que descalabra desde adentro, y no una exigencia de revisión crítica formulada desde afuera y desde otros fundamentos (me dirán los derrideanos si voy bien o me equivoco). Eso fue lo que produjo Fogwill con su frase sobre Uhart: no tanto salirse del lenguaje patriarcal, como llevarlo desde adentro a su propia imposibilidad, a su propia insuficiencia, a su propio agotamiento. Lo hizo salir de sí, lo hizo “sacarse”, volverse él mismo un afuera.

Que el lenguaje no es fijo ni invariable lo saben hasta los de la RAE. El asunto en discusión es de qué manera cambia, cómo es que se transforma. En un diálogo desarrollado en la última edición del Filba y luego editado por Godot, Beatriz Sarlo y Santiago Kalinowski intercambiaron tesituras al respecto. Sarlo trajo a colación un aspecto capital de la cuestión: que los lenguajes evolucionan desde la propia dinámica del uso, indetenible pero contingente; y no por direccionamientos forjados desde la premeditación y la fuerza de voluntad. Kalinowski se mostró de acuerdo (y claro: es lingüista, no puede ignorarlo), pero alegó que la “e” del lenguaje inclusivo, aun si no prospera del todo, cumple una función primordial: la de alertar sobre el carácter patriarcal del lenguaje imperante, y redoblando la apuesta: un medio de concientización acerca de la violencia de género y de prevención de femicidios (que el lenguaje constituye conciencias puede darse por seguro; pero el paso que va de la toma de conciencia a la acción, como saben bien los marxistas, no es tan sencillo).

Tenemos pues esta variante: la del lenguaje inclusivo y la “e”. Pero también aquella otra, que ya está plenamente en el uso: la de quitarle la “o” al patriarcado y conquistarla para la inclusión y la equidad. Despojar a la “o” de su sello de predominio masculino (que quede apenas como una huella, necesaria para la memoria y la historia, de que esa imposición existió) y ganarla para la expresión de la diversidad y la integración. Esa vía me resulta igualmente atendible, y yo creo que funciona de hecho: volver a esa “o”, un arma patriarcal, en contra del poder patriarcal, emplearla para la desconfiguración gramatical de ese imperio que languidece.