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La prueba

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El comienzo de la novela La prueba es brusco, directo, frontal; incluso algo agresivo en su misma formulación de un deseo. Como si en esa novela, que es una novela de violencia, o al menos en su comienzo, César Aira hubiese logrado esa escritura más bien salvaje que ha dicho que quiere tener (y que se frustra, según él, en un estilo elegante que pretende involuntario).

La prueba empieza, en efecto, con una declaración explícita, sin matices ni circunloquios: “¿Querés coger?”. El efecto de brusquedad y de frontalidad, eso que se siente ahí como extremadamente directo por ser un abordaje inicial, proviene de un paradigma de circulación del deseo que presupone que hay gradaciones, insinuaciones, tanteos, seducción; que al deseo a veces hay que escrutarlo por lo que puede llegar a tener de esquivo o de escurridizo, de inestable o de enigmático. Un merodeo que es también erótico, o que es lo eminentemente erótico.

¿Cómo se lee y cómo se percibe hoy, me pregunto, el comienzo de La prueba, a más de veinte años de su escritura? Porque hoy ese juego de avances y retrocesos, de sondeos y tentativas, que marcaba el erotismo, se ha cargado de sospechas, se ha tornado policial. Se pretende que un contrato previo contenga las malas pasiones (o las pasiones, que son todas malas), acaso bajo una inspiración hobbesiana. Empezar por la rigidez del contrato, declarando qué es lo que quiere uno, estableciendo qué es lo que quiere el otro. Eso que resultaba un tanto brutal en el comienzo de La prueba, hoy más bien se pretendería garantía de civilidad.

No hay certeza de que el procedimiento sirva para prevenir violencias, ya que las violencias, precisamente porque lo son, desacatan los contratos, desoyen procedimientos. Entre tanto, según parece, se enrareció hasta el agobio ese tramo de preludio y de mutua exploración, que habilitaba una conexión verdadera (o una aceptada evidencia de desconexión) de cada cual con el otro.