Caminábamos la otra noche con Fernando, por Esmeralda y hacia Santa Fe, buscando la parada del 106 (yo volvía a Villa Crespo; él, a Floresta). Al llegar a la avenida, vimos uno parado en la esquina, detenido ante un semáforo en rojo. Ensayamos un ligero trote, que no llegó a ser carrera, y le hicimos un gesto suave, de expresiva imploración, al chofer del colectivo. Eran más de las diez de la noche. La frecuencia de los servicios sigue sin ser la que uno quisiera, por más carriles exclusivos y estaciones de metrobús que se instalen prometiendo progreso. De manera que, a esa hora, si perdíamos ese colectivo, si se nos iba así sin más, nos tocaría esperar un buen rato, cansados como estábamos, deseosos de llegar a nuestras casas.
El colectivero nos miró, lo vimos vernos. No era fácil escrutar su semblante, desde afuera y aprontando el paso. Podía perfectamente no abrirnos, pues no estaba en la parada. Y aunque muchos de los colectiveros de Buenos Aires violan casi todas las reglas posibles (exceden la velocidad permitida, pasan semáforos en transición de amarillo a rojo, bloquean calles transversales, invaden sendas peatonales, etcétera), esa regla, la de más inocuo incumplimiento, la acatan a rajatabla: no abren la puerta al pasajero si no están en la parada (son estrictos con el que sube, pero no con el que baja: al que baja, para ir apurando el trámite, lo sueltan en cualquier lado: mitades de avenidas, océanos de apretados coches).
Por suerte nos tocó un buen tipo. Se oyó un suspiro neumático, parecido al que por puro alivio dimos nosotros mismos, y la puerta de adelante se abrió. Subimos al 106, Fernando y yo, felices y agradecidos. Mientras sacábamos la tarjeta SUBE y declarábamos nuestros destinos, una chica aprovechó la ocasión y subió detrás de nosotros. Fue entonces cuando el colectivero cordial soltó su leve chanza: “No abrí por ustedes, abrí por ella”.
Nos pegaba un amable gaste. Jugaba, por humor, a la hosquedad, insinuando que nosotros dos no merecíamos su gentileza. Esa mofa no nos hirió. La tomamos, al contrario, apenas como un divertimento; un pequeño verdugueo que su propia amabilidad habilitaba. La que, en cambio, lo tomó a mal fue la chica que subió en último término. Juzgó que tenía que interceder por nosotros, salir a defendernos: “Esas cosas ya no se dicen”, le espetó, severa, al conductor, protegiendo nuestra honra, la que dio por mancillada.
Traté de decirle (no sé si pude) que yo no me daba por ofendido. Fernando me dijo, un poco después, que por cierto él tampoco lo estaba. Un chiste así, en ese contexto, ¿por qué habría de mortificarnos? Nos había permitido subir, pudiendo dejarnos de garpe en la esquina, y luego nos había burlado un poco; no había para mí razón alguna para hacerle un reproche, ni nosotros ni en nuestro nombre. Terminaba, para Fernando y para mí, un largo día de trabajo; acabábamos de salir de dar clase. La chica tal vez salía también de trabajar. Al colectivero, por su parte, le duraba la jornada laboral todavía; le tocaba manejar hasta Liniers, acaso aun el regreso hasta Retiro, y puede que hasta una vuelta más: pura fatiga. Que en esa hora tan de agotamientos quedara margen para una cordialidad zumbona me pareció incluso un milagro, sin dudas un motivo de dicha.
Conozco ciudades donde la gente se mantiene a distancia. No se miran, no se hablan, no conversan con desconocidos. Cada cual se guarece en sí mismo, precavido de los demás, amenazantes por definición. El aire se carga de recelos, bajo una sugestión de hostilidad que invita a hacer lo que hacen: ponerse todos a la defensiva. Son ciudades frías, impersonales, desconfiadas, aprensivas, a veces incluso algo paranoicas. Ciudades cuyo ideal parece ser el de vivir como si los demás no existieran. De Buenos Aires me gusta, entre tantas cosas que no, la manera en que se da por cierto que una ciudad no es otra cosa que eso: un espacio de relaciones sociales.
Para quienes dan en cargosear, siempre queda el recurso al freno tajante. Para los demás, a mi entender, en caso de disgusto, con la divina prescindencia basta.