Con un solo gesto, y a la distancia, Marcelo Bielsa, alias El Loco, nos ha convertido a todos en unos pequeños seres mezquinos, en unos miserables, en unos disminuidos morales. Así son los santos, los irreprochables, los ejemplares: nos hunden, con su sola existencia, en el fango de lo común y silvestre, el de los que somos incapaces de dejarnos hacer goles adrede.
Me convencieron los argumentos esgrimidos en favor de Bielsa; por ejemplo, los que en Radio La Red vertieron Marcelo Palacios y Jonatan Viale. Pero me convencieron también, y no en menor medida, los argumentos lanzados en contra: el arrebato con mutis por el foro de Horacio Pagani en TyC (¿quién, si no Pagani, expresa hoy en los medios el sentido de lo que es la pasión?) o el humor serio a la Buster Keaton de Oscar Ruggeri en Fox (¿quién, más que Ruggeri, practica hoy en los medios la destreza de las ironías filosas?).
Bielsa condena nuestras almas: ante él, y por él, somos todos pecadores.
El que nos salva, el que nos redime, no es otro que Carlos Bilardo (que no por nada se llama como se llama: Salvador). Es él quien se sumerge en lo profundo de la condición humana, en las humanas tentaciones, en las debilidades terrenales de los simples, en los seres que son tan frágiles como sus cuerpos (Bilardo es médico: no hay que irle con metafísicas).
Les recuerdo, por si no lo tienen presente, que Bilardo ha sostenido siempre que no existieron los alfileres, que no existió tampoco el bidón; que aquel famoso gol de Maradona a los ingleses fue de cabeza y no con la mano (y que el propio Maradona lo señaló, al invocar una mano impropia: la de Dios). Bilardo nos ubica en la verdad en sentido extramoral, la moral en su genealogía. Y la moral sin genealogía, lo intramoral, que es la esfera habitada por Bielsa, es vista así por ojos humanos, demasiado humanos.
El campeón moral y el campeón mundial se iluminan mutuamente.