“Hasta la vista, amigo. No voy a
decirte adiós. Te lo dije cuando
significaba algo. Te lo dije cuando
era un saludo triste, solitario y final”
Raymond Chandler (1888-1959)
—Son 25 dólares diarios más los gastos. ¿Qué diablos quiere? –gruñó.
—Información.
—No pierda su tiempo, váyase. Ni me pregunte por esa condenada valija. Mi negocio son los misterios.
La charla no había empezado bien. Era una tarde agobiante de diciembre y afuera llovía, o estaba por llover. Encontré la oficina al final del pasillo en uno de esos sombríos edificios del microcentro de Buenos Aires. Letras negras mayúsculas sobre un panel de vidrio opaco: Philliph Marlowe Investigaciones. La puerta estaba abierta y en la pequeña recepción un ventilador de techo agitaba el aire caliente y húmedo. “¡Póngase las malditas piernas y camine!”, gritó alguien desde el otro ambiente. Entonces lo vi. Una Smith & Wesson, un encendedor Zippo, un cenicero de bar, la botella de bourbon y un vaso a medio llenar sobre el escritorio. Acomodaba unos papeles amarillentos envuelto en humo, el cigarrillo en su boca. Me sorprendí: se parecía más a Robert Mitchum que a Bogart. Un hombre corpulento, el rostro más vencido por la desilusión que por el paso del tiempo; el traje gris como una cama usada. No me pregunten cómo llegué hasta él.
–—¿Qué valija, Marlowe?
—La del gordo venezolano, Asch, no se haga el idiota. ¿De qué otra valija podríamos hablar después de un fin de temporada con Lanús y Tigre disputándose ese horrible título? ¡Para incentivar a esos planteles baratos bastaba con un sobre de azúcar! Por un momento pensé que esos 800 grandes eran para adelantar la mitad del contrato de Ramón Díaz. OK, me equivoqué; nadie es perfecto.
—Oiga, no me confunda las secciones. Esto es Deportes, no Política.
—Deportes... Oh sí, claro, mírese en el espejo. ¿Acaso es usted un maldito atleta? No me haga reír. En este país, hay valijas por todas partes, no hay sección de su diario que no deba investigarlas. ¿Cómo anda mi amigo Grondona? ¿Consiguió algún centavo más de ese millonario contrato con la televisión para sus amados clubes? ¡Valijas! ¿Cuál es la conexión entre Aguilar, su directiva y esos matones de Schlenker y Rousseau? ¿Cómo hizo la barra brava de Boca para viajar y pagarse un hotel de lujo en Japón, uno de los países más caros del mundo? ¿Por qué la enorme bandera que llevaron a Tokio volvió en el equipaje de la delegación oficial? ¡Valijas! Hace cinco años, éste era un país quebrado. Vaya cambio de suerte... Ni siquiera discutió mis honorarios. ¿Qué, soy demasiado barato? Maldito INDEC. Oiga: ¿quién le habló de mí?
—Chandler. Lo conozco por sus novelas, sus guiones de cine.
—No creo. Todos me imaginan con la cara de Bogart. Usted también lo hizo, ¿verdad? Boogie es mejor como Sam Spade, el detective de Hammett de El halcón maltés. Sé que en 1999 usted lo consultó por la quiebra de Racing y él le recomendó ver a un cura y rezar. (se ríe) Sam sí tiene estilo. ¡Qué club el suyo, Asch! ¿Es cierto que pidieron por segunda vez la quiebra de Blanquiceleste, la gerenciadora que llegó para salvarlos de la quiebra original? Es gracioso. ¿Quiere un trago?
—No bebo, Marlowe.
Mirada de infinito desprecio. Gesto burlón.
—Bah, otro periodista afeminado. Sepa que conocí al gordo Soriano, que por cierto era mucho mejor que usted. ¿Qué lo desvela, muchachito?
—El caso Russo. Barros Schelotto, todos esos... crímenes.
Su rostro se ensombreció. Murmuró algo, movió la cabeza. Su mentón apuntó hacia la cafetera. Una mancha verdusca flotaba sobre el círculo negro. Dije que no, gracias. Marlowe alejó el cigarrillo de sus labios secos, tomó de un trago el brebaje dorado que quedaba en el vaso y me clavó su mirada.
—Russo era hombre muerto y lo sabía. Había una bala para él, ganara o perdiera en Japón. Fue asesinato. Si seguía, iba a ser suicidio. Hicieron un trabajo limpio con él y su gente; y antes con Guillermo.
Saqué una foto del bolsillo de mi saco. Era Riquelme, haciendo el Topo Gigio. Marlowe apenas la miró.
—Sí, es él. El enganche melancólico. Individuo difícil. Un first class, mucho dinero. Hace la pausa, se queda inmóvil; deja que el tiempo pase infinitamente. No le importa nada. Así volvió loco al ingeniero Pellegrini y a esos provincianos del Villarreal, gente que no se pelearía ni con D’Elía. Es el jefe y será mejor que lo entienda Ischia, o como se llame. En Boca, los tiros libres los patea él, no Pompilio. Sépalo.
—Otro Maradona.
—Oh, nunca será Maradona; pero se maneja igual. Mal negocio.
—Exagera, Marlowe. Román es un chico tímido, no dice mucho...
—No se confunda. El que no decía era Russo. Riquelme sabe callar; no es lo mismo. No haga como Pompilio: aléjese de esa clase de sujetos.
Marlowe se acomodó sobre el respaldo de su silla. Supe que era el momento de largarme de ahí. Cuando estaba por cruzar la puerta, él cumplió con la regla de oro del policial. Hizo la última pregunta.
—Por cierto, ¿no le da un poco de vergüenza esa historia del complot extranjero contra la Argentina?
—¿Lo dice por...?
—Por Riquelme, Asch. El incomprendido genio argentino que el mundo insiste en boicotear. ¿Por qué otra cosa lo diría, eh?
Iba a contestarle, pero ahogué mi frase en un suspiro y abandoné su mugrosa oficina. En la mitad del pasillo todavía retumbaba esa risotada suya, tan áspera y brutal.