Hace poco me escribió Walter, un farmacéutico con el que trabajé en el Hospital Ramos Mejía, hace más de diez años. Me contó que Teresa se jubilaba y que le estaban preparando un cuaderno con mensajes de las compañeras y los compañeros de trabajo.
Me gustaba trabajar con ella, que es misionera y tenía una voz calmada: no gritaba, no hablaba fuerte, las palabras le salían de la boca con rumor de aguas tranquilas. Trabajábamos en espacios vecinos: ella en el cuarto donde preparaban la medicación para los pacientes: cada especialidad tenía su bandeja de plástico y ella la iba llenando de blisters, frasquitos, pomadas, según lo indicado en la planilla.
Las dosis exactas de comprimidos, para eso usaba una tijera que guardaba en el bolsillo de su ambo. No sé cómo estará ahora, pero entonces parecía una muchacha: el pelo muy largo, con un medio flequillo, los ojos claros, apenas maquillada, era de cuerpo menudo. Yo trabajaba en el depósito de al lado, muchísimo más grande, entre cajas y cajas de material descartable. Allí tenía mi escritorio, la computadora y la radio. Escuchaba a Fernando Peña, a la Negra, el último año que pasé allí a Víctor Hugo…
Cuando Tere hacía un alto en el trabajo, venía, se traía un banquito y tomaba unos mates conmigo. Yo bajaba el volumen de la radio y hablábamos las dos despacio, casi en voz baja, como si nos contáramos secretos. A veces nos pasábamos chismes de los jefes; a veces ella me enteraba de escenas que habían pasado en el hospital hacía muchos años o no, historias que parecían sacadas de películas de terror. Teresa trabajaba allí desde muy joven, luego de un trabajo breve en un laboratorio privado. Otras veces hablábamos de nosotras, de nuestras vidas fuera de ese edificio al que yo llegaba en un solo colectivo y ella en dos o tres, desde el conurbano profundo: se levantaba muy temprano, y cuando iba a la parada todavía era de noche. Bernardita, que también debe estar jubilada, se nos unía de vez en cuando. Ella era formoseña: todos los veranos, en sus vacaciones, visitaba a su familia, llevaba regalos para todos y sus visitas, según contaba, siempre eran una fiesta.
Las dos habían pasado más de la mitad de su vida en el Ramos. Bernardita había enviudado y se había vuelto a casar con un hombre que también trabajaba en el hospital: eran una pareja muy amable, y cuando me fui me regalaron un anillo de plata que todavía conservo.
Era bastante habitual que varios miembros de las familias fueran además compañeros de trabajo: los hijos crecían y entraban a trabajar al hospital… era común escucharles decir: te conozco desde que eras un bebé en brazos de tu mamá. Como Teresa y Bernardita entraban a trabajar muy temprano, casi de madrugada, también se iban más temprano, después del mediodía, cuando también menguaba la actividad de la farmacia. Yo me quedaba unas horas más y ponía fuerte la radio: la soledad de los pasillos, los bultos blancos de los ambos que veía pasar por las hendijas de los postigos cerrados, los pasos arrastrados de los zuecos de las enfermeras, la hora de la siesta en un sitio donde nadie podía dormir, pero muchos dormitaban, agonizaban, se entregan al sopor de los medicamentos, me daba un poco de aprensión. Por momentos me sentía tan inquieta que me levantaba de la silla y me metía un rato en el laboratorio. Me quedaba mirando los frascos color caramelo alineados en estanterías hasta el techo, deletreando en voz alta los nombres en los rótulos como si le rezara a un alquimista.