Cada día de estas últimas semanas de clima caprichoso tuve que repetirme los versos de uno de mis poemas favoritos de mi poeta preferida: “No / el hermoso verano no ha terminado aún”, para darme ánimos, para no sentirme estafada. Tapada con una manta en la hamaca paraguaya (¿hay más verano, acaso, que una hamaca paraguaya?), leí un libro que me gustó muchísimo. Un merodeo curioso al género biográfico (¿se llama así?, qué plomo seguir diciendo género esto, género aquello), tan curioso o tan original que ganó un premio de novela en 2019, el María Elena Walsh. Una biografía gana un premio de novela, un libro que tiene noventa páginas gana un premio de novela: todo me parece hermoso, fuera de lo común (qué plomazo que las novelas tengan que tener más de cien páginas, ¿no?). Inmersión, una imagen proyectada sobre Rafael Pinedo, de Mariano Vespa, es un libro corrido (con Maxi Schonfeld le decimos así a la gente que no se puede clasificar, a la gente realmente interesante) sobre el autor de esa irrupción maravillosa que fue Plop en la escena literaria de los primeros 2000. Lai fue jurado del premio Casa de las Américas el año que eligieron Plop, él fue el primero en echarle el ojo y no tuvo que insistir mucho para contagiar su entusiasmo al resto del jurado. Volvió contento de aquel viaje (nos había dejado a cargo de Jalil, que entonces vivía con él). Después de un año de abstinencia, se había regalado y regado de rico ron esa semana en la bahía Cienfuegos mientras leía las novelas finalistas. Me lo imagino encendiendo un cigarrillo con la colilla de otro, bebiendo como lo hacía con un poco de ruido, como aspirando el líquido, pasándose enseguida la mano por el bigote, asintiendo despacio a medida que leía. Y también golpeando con la mano la mesa, riendo y diciendo ¡pero qué hijo de puta! en varios fragmentos de Plop. Hace poco dio vueltas por las redes una foto de ese viaje: Lai bailando con una cubana puro ritmo, él concentrado como un chico que tiene que hacer algo que no le sale bien. Inmersión, además de un libro corrido, es un libro extrañado (no, no es lo mismo), como parece haber sido la propia vida de Rafael Pinedo: alguien en la periferia de escenas centrales (nieto del pediatra y escritor Florencio Escardó; frecuentaba la casa de los Oesterheld; su hermano era yerno de Walsh; actuó en Medio Mundo Varieté; se recibió de computador científico y empezó a trabajar en sistemas cuando todavía no existía la PC), siempre merodeando sin terminar de acercarse a la luz. Pienso en esta imagen porque en las primeras páginas del libro de Vespa, el narrador cuenta que en Cuba a las librerías de viejo les dicen polillas. Y mucho más adelante se pregunta si es posible cambiar de piel a los 50 años. Porque eso hace Rafael Pinedo: convertirse en un escritor novedoso y por fin central cuando está llegando al medio siglo de vida. Medio siglo suena impresionante, pero en la vida de un hombre medio siglo no es suficiente. Como las polillas nocturnas, Rafael Pinedo se acerca tan impetuosamente a la luz que se consume. Muere poco tiempo después de convertirse o de descubrirnos, mejor dicho, el gran escritor que fue, que es, porque los grandes autores son puro presente. Inmersión es breve y es también de esos libros que te dan ganas de volver a leer apenas terminarlos. La edición de Tren en Movimiento (una editorial para seguirle la pista) trae algunas fotos, collages, recortes… como la propuesta del texto, las imágenes también son difusas, esquivas, porque al fin y al cabo así suele ser la vida de un hombre.