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Apuntes en viaje

Balvanera

Cuando a la abuela Siomara le dio el ACV, mi madre viajó de improviso. Era un fin de semana y justo estaban parando en el depto unos amigos teatreros.

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Balvanera. | marta toledo

El calor tremendo de los últimos días y los cortes de luz me hicieron acordar a cuando recién me había mudado a Buenos Aires. Vivía en Balvanera, en un octavo piso, un departamento que nos alquilaba una amiga. El departamento era diminuto, todo vidriado y con alfombra en el piso. En verano era una incubadora; en invierno el viento y la lluvia azotaban los ventanales y no había manera de calentar el ambiente. Todo el año una colonia de cucarachas viviendo en el aglomerado de las alacenas, imposible de combatir.

El departamento estaba siempre lleno de huéspedes: amigos que venían por trabajo a la ciudad y se hospedaban con nosotros; parientes que venían de visita o a hacer compras; amigos que se separaban y pasaban un tiempo con un colchón en el comedor hasta que alquilaban algo… Cuando a la abuela Siomara le dio el ACV, mi madre viajó de improviso. Era un fin de semana y justo estaban parando en el depto unos amigos teatreros que habían venido a hacer una función y también mi cuñado que había venido a trabajar. Éramos como diez personas durmiendo prácticamente todas juntas: un poco en el dormitorio y otro poco en el comedor. Mi mamá llegó muy temprano en la mañana y tenía que esperar unas horas para ir al hospital a ver a mi abuela. Nos sentamos en la kitchenette, casi encima de las hornallas y tomamos mate hablando bajito para no despertar a nadie.

Pese a sus pequeñas dimensiones era un lugar muy social: los viernes y los sábados hacíamos fiestas y el lugar se llenaba de música y de humo; a veces la fiesta se trasladaba a la terraza y más de una vez alguien cerró la puerta y dejó la llave adentro.

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En un departamento igual que el nuestro vivía una mujer con tres perros dóberman. Si llamabas el ascensor y ellos venían en viaje, abrías la puerta y los hocicos finos llenos de dientes trataban de meterse en los rombos de la puerta tijera, ladrando desaforados. Por supuesto había que esperar el otro ascensor. En otro piso vivía el carnicero de la cuadra. Un morocho que siempre me preguntaba si yo era paraguaya. A veces subía a colgar la ropa y él estaba tendido sobre una toalla tomando sol en sunga. En el edificio, cuando nos cruzábamos, nos desconocíamos. Pero cuando iba a comprar él me buscaba conversación igual que al resto de las clientas: era locuaz y piropeador… me imagino que era una treta para vender más carne. Como sea a todas nos gustaba comprarle. Tenía buena mercadería además. Y en la época de los bonos fue el primer comerciante del barrio en recibir patacones.

De esa terraza una vez me robaron un vestido. Era un vestido negro que me había hecho mi madre. Corto, sin mangas, minimalista. El único detalle que tenía eran dos cintas de terciopelo cosidas que formaban una equis en el pecho. Le decíamos el vestido de la Dama X.

Ese verano del 2001 la luz se cortaba todo el tiempo. Era sofocante estar en el departamento. Entonces bajábamos a la plaza de los perros. Toda la gente estaba en la plaza, todos nos tirábamos en el pasto y muchos cruzábamos al quiosco a comprar cerveza. Pasábamos varias horas así recostados mirando el revés de las copas de los árboles hasta que las cervezas traían el sueño. Volvíamos despacio, braceando en el aire caluroso, denso, siempre con la esperanza de que la luz hubiera regresado. A veces no y había que remontar los ocho pisos por la escalera. No nos importaba. Era emocionante vivir en Buenos Aires, era mejor que cualquier otra cosa.