La vida de las plantas es curiosa. De todas las plantas. ¿Por qué ese diente de león nació en el muro de cemento? ¿Cuándo se formó la grieta que se fue llenando de polvo que se convirtió en tierra? ¿De dónde vino la semilla? ¿Cómo se ancló en esa pequeña hendija? ¿Cuánto tiempo pasó hasta la lluvia que la ayudó a germinar? ¿Por qué no se la comió un pájaro cuando aún era semilla? ¿Por qué no se la comió cuando apenas era una hebra verde en esa pared? Un tallo de orquídea que vino de la casa de mi madre, después de un par de semanas adentro de un vaso con agua, echó un brote no raíz, las orquídeas también son curiosas, si no un brote verde que, apenas puesto al aire, se volvió hoja. La primera hoja de algo que no era más que una ramita en flor cuando la traje. Ahora vive con sus hermanas agarrada al tronco de la nolina (me gusta decirle Norita). Me llaman la atención sobre todo esas plantas: las que viven medio del aire, medio en el aire; las que se agarran a algo, una pared, otras plantas; las que se lanzan al espacio como si sus tallos fueran los hilos de las telarañas. Hace un año más o menos estábamos en Resistencia y fuimos a comer a un bar. Nos sentamos afuera porque hacía calor y porque desde la pandemia prefiero comer al aire libre. Las mesas estaban ubicadas debajo de una pérgola cubierta por una enredadera. De la planta colgaba una cortina de hilos. Hermosa. Le preguntamos a la mesera cómo se llamaba la planta, de dónde la habían sacado. No sabía. Ya estaba ahí cuando ella entró a trabajar. La busqué después en Internet, encontré información imprecisa, algunas fotos que se parecían pero no era la misma. Esa noche estábamos en ese bar con Vale, la hija de mi marido. Este año volví a Resistencia por trabajo, me encontré con ella, me regaló la planta. Se llama cabellera del diablo, me dijo. Claro que me acordé del cuento de Cortázar, Las babas del diablo. Siempre pensé que también era una planta, pero no: son telarañas. La pequeña cabellera del diablo vino conmigo en la mochila, la trasplanté a una maceta. Hará un mes ya. Me preocupaba un poco no ver avances. La planta seguía igual, pero de pronto, hace una semana más o menos, empezaron las noticias, como si repentinamente la vida empezara a agitarse. Hojas nuevas, parecen corazones verdes. El tallo creció varios centímetros en una noche. Soltó unos lazos que enseguida rodearon la caña que le puse como tutor. Cada día una novedad. Pienso qué les pasará a las otras plantas viéndola avanzar tan rápido. Las otras son viejas, una que creo es un clarín de guerra que nunca floreció, tiene veinte años. ¿Les dará miedo el crecimiento precoz de la enredadera? ¿La alentarán durante la noche con sus voces gastadas en tantos veranos? ¡Vamos, chiquita, adelante, chaqueñita! No sé cuánto le llevará producir los “cabellos”, los hilos secos que le dan nombre. Por ahora es una diabla pelada. Las mujeres de mi familia siempre tuvieron mano verde. Cuando éramos chicas salíamos con mi madre y mis tías a mirar vidrieras los sábados por la noche y ellas aprovechaban para robar esquejes de jardines y canteros vecinos. En mi pueblo había un concurso de jardines todas las primaveras así que el botín siempre era jugoso. Todo se les daba, apenas clavar el gajo en un poco de tierra para que prendiera. Sin embargo la única que podía sacar jazmín del cabo (dificilísimo) era la abuela Inda. Adentro de una botella de vidrio verde, con un poco de arena en el fondo y algún secreto que nunca reveló. Era la envidia y la admiración de todas.