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Gatas

Corazón, que es mi gato menor, ya tiene cinco años y es un señor barrigón. Observo a la gatita y me asombra verle ya todos los gestos de los gatos adultos.

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Gatas. | marta toledo

La Negrita entra en cuadro. Aparece caminando por el muro y me sobresalto. Camina unos pasos, se detiene y mira hacia la terraza del vecino, un ratito, nada le llama la atención y sigue de largo, la pierdo de vista, escucho el ruido de las chapas cuando salta encima. Aunque ya no la vea, sé que va a la terraza de la otra vecina, hay dos gatos ahí. Pero antes, cuando la veo espiar hacia la casa de al lado, pienso que yo de ser gata haría lo mismo. Me acuerdo de Tobermory, ese cuento de Saki en el que alguien tiene el don de enseñar a hablar a los animales. Invitado a la casona de campo de unos ricachones hace el experimento con el gato de la familia y el michifuz aprende demasiado rápido, y lo que es divertido al principio deja de serlo enseguida. Tobermory es incisivo y chismoso. No me gustaría que la Negrita hablara, si así, muda, me juzga todo el tiempo con esa mirada amarilla, agria como un limón. A mi sobrino más chico mi hermana le regaló una gata. Me mandó el video del día en que se la dio, adentro de una caja de regalo. Félix abre la caja y se encuentra con la gatita, una piltrafa puro ojo y con las orejas más grandes que el cráneo. Él se pone nervioso, está contento pero no sabe qué hacer, si agarrarla, tocarla, mirarla con la cara muy cerquita… no se anima a hacer nada así que se ríe y mira a su madre. ¿Me la puedo quedar todos los días?, pregunta. No tenemos comida de perro, dice preocupado. ¿Y esto qué es?, dice agarrando uno de los juguetes que vienen con la gata. Pregunta cómo se llama y la madre le dice que él tiene que ponerle un nombre. Dice que capaz se puede llamar Gatito Dormilón. Al final le pone Pelusa.  Hace unos días fui a visitarlos. Pelusa engordó un poquito, se la ve contenta. Hace mucho que no estoy en contacto con un cachorro de gato. Corazón, que es mi gato menor, ya tiene cinco años y es un señor barrigón. Observo a la gatita y me asombra verle ya todos los gestos de los gatos adultos: cómo se agazapa para saltar sobre un bichito en el patio, cómo salta el doble o el triple de su altura para intentar cazar un pájaro que para ella debe pasar a cien kilómetros de distancia, cómo se despereza apenas levantarse de su siesta. Me da un poco de impresión agarrarla porque me entra en un puño, las costillas parecen espinas de pescado (¡Mirá las espinas del perro!, dice un niño en un cuento de Moyano señalando a un perro piel y huesos). Félix me la da upa y no pesa nada. La huelo y tiene olor a cachorro, ese olor dulce y pastoso que tienen también algunos bebés. Cuando era chica en mi casa había una gata negra que nos había regalado mi tía. La Pitina, se llamaba. Paría siempre en mi cama, siempre en mitad de la noche, mientras yo dormía. Me despertaba con las sábanas mojadas con los jugos del parto, los recién nacidos ciegos buscando el calor de mis pies. La Pitina no era una madre amorosa, quería huir apenas podía ponerse en pie, le poníamos una correa y la atábamos a la pata de la mesa para obligarla a amamantar a los hijos. Pobrecita. Me la acuerdo flaca, echando chispas por los ojos mientras los cachorros mamaban, hundiendo sus garritas en el cuero flojo de su panza. A veces la Negrita hace ese mismo gesto en una frazada, hunde las manos, engancha la tela, ronronea sola, los ojos se le achican, parece en trance. ¿Se acordará de su madre? ¿Jugará a ser ella misma la hija que no tuvo?