CULTURA
OPINION

Correntinas

Entre las fotos de la historia del lugar, se cuelan otras familiares. Una nos arranca admiración: una Mercedes jovencita, con un vestido ajustado y botas.

Correntinas / Marta Toledo
Correntinas / Marta Toledo | Cedoc

Aunque es mediados de julio, el corazón de Corrientes arde. Es una tarde calurosa y vamos atrás de Sara y Mercedes, dos hermanas nacidas y criadas en Colonia Pellegrini, que nos muestran el pueblo y nos cuentan su historia. No la historia que podría estar en un manual de la escuela, sino la historia pequeña, cotidiana, la que se teje adentro de los ranchos de adobe, en los patios llenos de plantas y gallinas y niños. 

La madre era la partera del pueblo, dicen que ayudó a parir más de cien gurisitos. Tenía conocimientos de yuyos y el santo que la guiaba era San Ramón Nonato, patrono de las embarazadas. Mercedes va señalando árboles que crecen al borde de las calles de pedregullo, dice nombres en guaraní y para qué sirven: este para el dolor de panza, de este las hojas se machacan y se ponen sobre las heridas, con este yuyo mi papá se lavaba la cara cuando volvía de trabajar y así la tenía siempre limpita, sin granos. 

Sara es más callada, pero cuando puede, cuando la otra la deja, mete un bocadillo. Mi mamá curaba por simpatía, dicen. Pregunto qué quiere decir, aunque supongo que está diciendo que la madre era curandera. Me dicen: tenía el don. Me lo quiso dar a mí, que soy la hija mayor, dice Mercedes, pero yo no quise porque era demás farrista, a mí me gusta el baile, salir, si tenés el don tenés que estar disponible día y noche, a cualquier hora, para ayudar a quien lo necesite. Así que al don se lo pasó a Sarita que siempre fue más juiciosa. Sara sonríe y asiente. Es diez años menor. 

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Ella adoptó como patrono a San Pantaleón, el santo de los enfermos. Seguimos caminando y las zapatillas se cubren de polvo rojo, el mismo que cubre las hojas de una planta brasilera que usan como cerco verde en casi todas las casas del pueblo. Dicen las hermanas que cumplen justo esa función: que la tierra que se levanta de la calle no entre a las casas. 

A la mañana y a la tarde pasa el camión regador, en otro paseo lo vimos cargando agua en el pedraplén. En un momento nos detenemos bajo una sombra y nos muestran una carpeta con fotos: imágenes de cómo era el pueblo cuando ellas no habían nacido o cuando eran apenas guainitas. Entre las fotos de la historia del lugar, se cuelan otras familiares. Una nos arranca admiración: una Mercedes jovencita, con un vestido ajustado y botas largas de cuero, baila chamamé con su hermano. Entonces cuenta que apenas tuvo la edad se mudó a Buenos Aires, a trabajar cama adentro con una familia de porteños. Esa foto es de una de las veces que volvía de visita. 

Dice que cuando llegó a la ciudad no sabía lo que era usar zapatos y tuvo que acostumbrarse; que se asomaba al balcón del piso 12 donde trabajaba y veía todo tan chiquito ahí abajo. En la ciudad tuvo un hijo, uno solo, dice, para qué más, con uno solo me alcanzó. Sarita, que tiene varios, hace oídos sordos. 

En una de las calles una nena de un año y pico vestida con camisa blanca y bombachas de gaucha viene hacia nosotros con ese andar de astronauta que tienen los chicos cuando empiezan a caminar. Atrás una muchacha hermosa de pelo largo. Es mi nietita y mi nuera, dice Sara orgullosa, como si le estuviera respondiendo a la hermana que sí vale la pena tener muchos hijos. Medio en secreto Mercedes me cuenta que cuando estuvo Juan Antonio Solís en Corrientes la llevó a Sarita al recital. Las dos son de más fanáticas. Al que no le gustó nada fue al marido de Sara. Y claro, dice pícara, cada familia es como es. Ella me acompañó igual, pero al gaucho no le gustó ni mierda.n