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Todavía sacarse fotos era un gran acontecimiento. Todavía faltaba un poco hasta que la camarita de fotos fuera un electrodoméstico más.

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Escenas. | marta toledo

Una amiga me manda por whatsapp una foto que a su vez le mandó otro amigo en común. Es la foto de una foto o la digitalización de una foto en papel. Una foto amateur, espontánea, mal tomada, que no pretende más que congelar un momento de una noche. En la imagen Laiseca baila con una cubana, en el único viaje que hizo a la isla, en 2002 creo, cuando fue jurado del premio Casa de las Américas. Debe tener 60 años, está flaco y su cuerpo de altura monumental se quiebra al son de una salsa. Su compañera lleva puesta una musculosa azul, sus brazos negros brillan bajo la luz del salón donde bailan, la calza medio plateada transluce una tanga. Lai está concentrado en el baile, creo que no era buen bailarín; la cara de su partenaire no se ve porque justo la cabeza voltea hacia el lado contrario de la cámara. No es una buena foto, como ya dije, pero no importa. Si no fuera una foto analógica, probablemente quien la tomó la hubiera chequeado apenas disparar la camarita del celular y acto seguido le hubiera dado eliminar. Sin embargo esa imagen tuvo que esperar semanas  hasta revelarse sobre el papel, hasta llegar a manos del fotógrafo, hasta que él o ella decidiera que no estaba tan mal, y otras semanas más o meses o años hasta llegar a las manos de Laiseca. 

Eso pasaba antes con las fotos caseras. En mi familia, por ejemplo, esas fotos rara vez se convertían en fotos. Cumpleaños, bautismos, comuniones quedaron atrapadas para siempre en un rollo nunca revelado. Porque era caro revelar fotos y porque mi mamá siempre se colgaba con eso. 

Una amiga trabajó en un lugar de revelado, tal vez uno de los últimos, antes de que la foto digital copara completamente el mercado de las fotos caseras. Dice que con sus compañeros de trabajo se divertían mirando las imágenes de desnudos y de gente teniendo sexo, que cuando el cliente venía a buscar las fotos lo miraban con intención para ponerlo incómodo. Aunque quizá que los empleados de la casa de revelado espiaran esas imágenes era parte del juego: asegurarse un voyeur, o varios, de los escarceos sexuales de matrimonios de barrio. 

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Hay un cuento de Silvina Ocampo que se llama “Las fotografías”. En el relato una chica en silla de ruedas cumple años, quince tal vez, no recuerdo. Y la llegada del fotógrafo es todo un evento. Obligan a la agasajada a posar de acá para allá, en distintos lugares de la casa. En el medio la muchacha muere y nadie lo advierte. El cuento debe ser de los años 50 o, al menos, parece ambientado en esa época. Todavía sacarse fotos era un gran acontecimiento. Todavía faltaba un poco hasta que la camarita de fotos fuera un electrodoméstico más. Y aún faltaban un par de décadas para esa otra maravilla que fue la Polaroid. Y más para esta pesadilla que son las selfies o las fotos tomadas con el teléfono. 

Ahora casi no se puede tener un momento que no sea registrado y subido a las redes. Estuve acá, comí esto, me encontré con tal. Parece que si no hay likes que lo certifiquen ese momento no existió. Un antiguo amigo me mandó en estos días, por mail, una foto que no recordaba o que tal vez nunca vi hasta ahora. Estamos con él y dos personas más, uno es un chico que vivía en la misma pensión que mi amigo; la chica no sé quién es. Atrás nuestro hay un cartel que dice: peña folclórica. No tenemos aún 20 años. Yo estoy en primer plano, la chica que no sé quien es me abraza. Tengo el pelo largo y un poco delante de la cara. La foto está movida. Más que una muchacha parezco una lobizona.