Me encanta la ciudad en la que vivo. Qué suerte, ¿no? Soy rosarina por adopción y más allá de los slogans creo que ésta es la mejor ciudad para vivir. Todavía conserva su escala humana, una puede recorrerla, abrazarla, conocerla, ir del norte al sur y viceversa sin tener que pasar tres años a bordo de un colectivo; la oferta cultural es inmensa, hay de todo sin necesidad de ir a vecinas localidades o a los free shops de los aeropuertos para comprar un perfume exótico; en fin, una maravilla. Cuando yo era más joven de lo que soy ahora y decía que vivía en Rosario, la reacción era invariable: “¿Rosario? Ah sí, no he estado, paso cuando voy a visitar a mi tío Rogelio en Totoras”.
Eso, años y años atrás. ¿Ahora? “Aaaah, Rosario, qué belleza, tenemos que volver, estuvimos el año pasado y etcétera etcétera”, todo laudatorio. De donde la ciudad fenicia se convirtió en una ciudad turística. No sé muy bien cómo fue pero la cuestión es que fue. Los rosarinos y yo también, felices de la vida. El río, las islas, los palacetes del siglo diecinueve, las casas diseñadas por arquitectos famosos, el parque, la Bola de Nieve, los museos, la playa, la cascada, la mar en coche, todo.
Hasta los monumentos.
Bueno, no, un momentito. Hay monumentos y monumentos. En general, o a mí me lo parece, todos los monumentos son horribles (hasta la palabra es horrible). Esas cosas duras, hieráticas, inabordables, lejanas, que más que un acercamiento están pidiendo una reverencia, me parecen contraproducentes. Quiero decir que la figura en bronce del héroe Tal o del prohombre Cual, puede mover a la curiosidad de quien lo mira, pero nunca al cariño. Y una lo que quiere que se despierte es más bien un cálido acercamiento, casi una amistad con el señor que ganó esas batallas o que propició esas leyes o con la señora que salió a defender a un pueblo o a la cultura o la educación o lo que fuere. Pero una los ve ahí, imponiendo respeto y obediencia, y le dan ganas de pedir a las autoridades correspondientes que los saquen y en su lugar planten una enredadera o una palmera o una magnolia grandiflora o un árbol que dé flores azules o amarillas o rosadas y le pongan en una plaquita discreta el nombre del héroe o la heroína en cuestión.
Hago una salvedad. No, mejor dos. Una, el monumento a Belgrano me gusta. Me he preguntado por qué y he llegado a la conclusión de que es porque está en pleno parque bajo las tipas frondosas o porque tengo cierta debilidad por don Manuel. Dos, la modalidad nueva de monumentos que no son monumentos, por ejemplo alguien que no es un prócer pero que ha despertado el amor de la gente y entonces lo ponen en bronce pero sentaditos en un banco del parque y con este brazo tendido a lo largo del respaldo como para que venga alguien y se siente y piense que el personaje lo está abrazando.
Y lo más horrible de lo más horrible: los monumentos a la madre. ¿Por qué? Porque en vez de hacerle monumentos hay que abrir jardines de infantes gratis para las madres que trabajan. Por eso.