Es una tentación muy grande comparar el presente boom de consumo con lo que sucedió otras veces, en las últimas décadas, y concluir que estamos apuntando al mismo tipo de final, con crisis externa, fiscal, y la inevitable recesión que sigue al ajuste.
Si bien puede haber algunos síntomas similares, las diferencias son muy grandes y no necesariamente a este período expansivo le seguirá una de las clásicas crisis económicas que hemos sufrido en 1985, 1989, 1995 y 2001. El presente auge, del que con importantes variantes están disfrutando varios países emergentes y casi toda la región, está impulsado fundamentalmente desde el exterior, a través de la fuerte demanda de productos primarios. En el caso argentino, ese boom se potencia con la demanda de productos industriales provenientes de Brasil y con las políticas fiscales expansivas en vigencia.
Precios. Las políticas fiscales que fomentan la expansión económica tienen poca relación con la asistencia a los más pobres, ya que, por ejemplo, la bien ponderada asignación por hijo cuesta casi diez veces menos que los subsidios que fundamentalmente benefician a los porteños de clase media y alta. El auge de la demanda de electrodomésticos, turismo interno y externo, autos, restaurantes, celulares, ropa, etc., tienen poca relación con el consumo de bienes básicos por parte del 30% más pobre de la población. En cambio, tiene mucha relación con los casi $ 50 mil millones de pesos que el Gobierno transfiere a empresas privadas para que no nos aumenten el gas, la luz, los transportes y algunos alimentos, que consumimos fundamentalmente en Buenos Aires y alrededores. Una familia tipo, de clase media alta, hoy se está ahorrando más de mil pesos al mes por estos subsidios, lo que le permite volcar ese “ahorro” al consumo de los bienes mencionados, generando un poco más de crecimiento económico, pero mucha inflación.
Yo creo, desde hace muchos años, que en países con bajo desarrollo financiero como el nuestro no hay posibilidad de frenar desde el Banco Central la expansión que se decide, en este caso, desde el Ministerio de Planificación y la Secretaría de Comercio. Si el Central decidiera absorber monetariamente la expansión fiscal, colocando bonos o letras, lo único que lograría es hacer subir las tasas de interés, atraer más fondos especulativos del exterior, debilitar la calidad de las carteras de préstamos bancarios, y al poco tiempo estaríamos hablando de bancos insolventes, default, huida de capitales y corralitos. Nuestra inflación tiene un origen fiscal, al que se le suma la muy torpe política oficial del Indec, que al generar una anarquía de expectativas, sobrealimenta la inflación.
También han contribuido a potenciar el presente proceso inflacionario las torpes políticas ganaderas y agropecuarias en general, que han desalentado la oferta.
Una parte muy importante del alza de los precios del año pasado tiene su explicación en el 25% de caída en la oferta de carne, que a su vez, es la respuesta a las trabas a la exportación que impusiera el ex presidente Kirchner en diciembre de 2005. Se inició entonces un período de liquidación de vientres que le “permitió” al Gobierno tener la carne planchada en $ 3,5 el kilo vivo durante cuatro años, al costo de quedarnos sin terneros, y hoy sin novillos. Hoy tenemos la carne más cara de la región y una de las más caras del mundo.
Diferencias. Las diferencias con otras crisis que afectaron a nuestro país son muy importantes. Para empezar, hoy tenemos un tipo de cambio flotante, sucio o administrado, que permitiría ajustes sin tener que quebrar leyes, ni provocar renuncias de ministros, como en las crisis pasadas.
Tenemos también una situación fiscal, aunque peor que la del período 2003-2006, mucho mejor que la de los 80 y 90, con un nivel de endeudamiento muchísimo menor, lo que le otorga al Gobierno mucho margen de maniobra para evitar cualquier estrangulamiento externo y/o fiscal. Lamentablemente, esta situación fiscal se apoya en niveles excesivamente altos de presión impositiva, y también de gasto público, probablemente de muy baja calidad, poca transparencia, y escasa eficacia para combatir la pobreza.
Los altos niveles de reservas constituyen también un “ansiolítico” en el sistema financiero, aunque el fuerte crecimiento de las importaciones amenaza con eliminar el superávit comercial, lo que explica las marañas de controles que están implementando para demorar y frenar las compras en el exterior. El peso está apreciado, si lo comparamos con el dólar, como lo estuvo otras veces en el pasado, y hoy Miami está lleno de argentinos disfrutando de la “plata dulce”. Pero también están brasileros, chilenos y europeos, porque la debilidad del dólar es un problema mundial. Si los EE.UU. cambiasen sus prioridades económicas y decidiesen subir las tasas de interés, esta bonanza tendría un abrupto final.
La enorme diferencia, y este es el gran riesgo, es que esos países pueden devaluar sus monedas sin consecuencias adversas, mientras que en nuestro país, con una inflación del 25%, cualquier ajuste cambiario importante puede disparar una aceleración inflacionaria.
Tareas. Cualquiera que sea el que gane las elecciones de octubre tiene que encarar las soluciones a estos desequilibrios, en forma gradual, pero decidida. No hacen falta shocks recesivos ni enfriar la economía, ni mucho menos generar más pobreza de la que ya abunda en el país.
Hace falta revisar las partidas del gasto público, especialmente los subsidios, para reducir el consumo de los sectores de mayores ingresos. Ese impacto recesivo se compensaría con creces con la inversión que acompañaría una revisión de tarifas públicas. En ese contexto, y con un Indec creíble, se podría implementar una pauta descendente de inflación, que cree las condiciones para atraer inversiones productivas y retomar con éxito la batalla contra la pobreza.