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Apuntes en viaje

Inmersiva

Perseguido por el vapor fenomenal, luce un abrigo negro, abrochado como mortaja desde la nuez hasta las rodillas.

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Inmersiva. | Marta Toledo

El aire es sucio, degradado. Cincuenta y seis los grados de temperatura; en ocasiones intensas ráfagas arremolinadas levantan polvareda y entonces más vale cubrirse el rostro con lo que sea. La exuberante composición montañosa de edificios torre, enhebrados así, en disposición coreográfica, exhibidos en primera línea, impiden la llegada del sol que ahora con desdén pavote despide baba fofa, extenuado el sol que anida al otro lado del paisaje cordillerano. Solo si despegamos la mollera del celular y nos detenemos en él por acaso un instante podemos percibir, tironeados de la exploración psicotrópica, el agujero que ostenta en la arquitectura medular; un círculo imperfecto que por imposición de la fuerza centrífuga imprime sosiego en el ambiente. (Lo sabemos: el sol ha dejado de mostrarse en la ciudad.) Todo está en su lugar, tiendo a pensar que las materias que forman el cuadro son esculpidas por energías, aunque aflore un detalle que pervierte –a la vez subvierte– mi estado de contemplación armónica. Allá, mucho más allá de la ristra de nubes grises que se extiende ajironada debajo del cartel del candidato sanador, los paisajes monumentales. Es curioso: los carteles del político se multiplican por miles si incorporamos al inventario los afiches subterráneos; ahora, la cuenta resulta infructuosa al sumar las marquesinas del otro político, ungido por el sanador como su sucesor. Yacimientos extraños, asociados a pasajes simultáneos que a simple vista no parecen asociados, aunque sin duda, con algunas variaciones conformen la materia elástica que llamamos tejido urbano, socavados estos por intrépidos escaneos hasta llegar a la oscuridad que deba ser revelada. Leptones, quarks que entregaron su interior a la exfoliación de entidades subatómicas y en consecuencia alejados de la observación del aficionado, más allá del punto de vista íntegro del que disponga. Absorbido el ambiente, el comportamiento profundo y hasta invisible de los distintos pliegues textuales que componen en sucesión y espesor la panorámica y la cultura que intercambian –en silencio– el catálogo por el que flotan las partículas que sitúan al testimonio de frente a la verdad funcional del mundo, al menos del nuestro. Gestos miopes de un misterio físico apenas imaginado en ese defecto zoquete.

La ciudad, en su modalidad putrefacta, parece más vacía de lo habitual. Cierran los negocios jaula frente al desconsuelo colectivo. Ahora, una persistente llovizna aleja al mar de transeúntes que asiduamente recorre la zona. La calma, el silencio y una presencia fuliginosa  abrigan el tránsito. Una enfermera transporta al anciano en silla de ruedas por los senderos de rosales recién podados. Al final del camino, un racimo de piedras y por sobre éstas, un inmenso cartel de Coca-Cola da crédito a la megalomanía de la empresa: “Podemos cambiar el mundo”. La atmósfera permite contemplar un amplio riacho, tanto más extendido por el corte reciente de pastos, aires y nubes colchón. Un muchacho deja ver sus fauces en la orilla, aguarda entonces el momento exacto del pique para tirar de la caña y dar con el desayuno: un simpático pescado marfil. Detrás del frondoso bosque de coníferas alza los músculos de piedra la colosal estación central, con sus extensas playas semidesnudas, los faroles sudados, carros de cirujas dando saltos por sobre el empedrado. Debajo de un pino, una fantasía de sombras. No somos más que instrumentos, construye mentalmente el vagabundo. Tiene los labios secos, pero las manos gruesas curiosamente húmedas. Perseguido por el vapor fenomenal, luce un abrigo negro, abrochado como mortaja desde la nuez hasta las rodillas. En la vieja taberna, junto al estanque, fluyen licores de manantial destilado; entre el tañido de cánticos, los campesinos con sus sayos atestiguan la desviación de las arboladas colinas en el terruño testimonial. La vieja aldea deshilachada por los soplidos bronquiales resinosos. Lo que sigue es una mera formalidad evanescente.

El apesadumbrado vagabundo serpentea el tendido arterial claustrofóbico. Ráfagas de viento salado balancean los árboles, levantan polvo y con cada bocanada arrastran ovillos de pasto seco. Imperceptible para la turba, pero no para él, la expedición del día culmina en el museo de moda en el que descubre cómo disparan las cámaras celulares a uno y otro extremo del objeto prefabricado. Se detiene sin titubeos, aprieta los labios, se decide. El suelo está frío y mojado como celda zoológica. Sentencia: “Una pocas personas recibimos la información correcta.”

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