Fui convocado para oficiar como autoridad de mesa durante un proceso eleccionario que involucraba a estudiantes universitarios. Contra todo pronóstico en contrario, los comicios estaban bien organizados, los materiales necesarios bajo control, y las agrupaciones políticas en quienes recaía la fiscalización electoral cumplían su papel sin interferir en su normal desarrollo.
Gran parte de los votantes, por el contrario, parecían personajes de Los Simpson (y no precisamente Lisa). Estuvo el estudiante de la carrera de Letras que insistió en sufragar en la mesa que yo presidía aunque su apellido comenzaba con la letra E y la parte del padrón que nos había tocado (bien visible estaba) abarcaba desde la H hasta la M. Debimos haberle exigido que recitara el alfabeto, pero eso, además de un poco chocante, habría sido un obstáculo para los demás votantes. Otros se presentaron convencidos de que tenían derecho metafísico a pronunciarse, aun cuando sus nombres no figuraran inscriptos en el padrón: “¿Y si quiero votar igual?”.
Una joven pretendía votar con el registro para conducir, el único documento que tenía encima. Tuvimos que leerle el artículo de la Ley Electoral que especifica quiénes están habilitados para emitir sufragio.
Después del tercer sobre abierto que sucesivos votantes pretendieron introducir en la urna, empezamos a preguntar a cada uno de los sufragantes si lo había cerrado debidamente. Muchos no lo habían hecho.
Me sorprendió el abismo entre el aparato formal de la democracia de masas y los saberes técnicos de los ciudadanos que la sostienen. No es que me parezca que una democracia representativa burguesa deba evaluarse en primer término por su “calidad institucional” (palabras hoy tan de moda) pero, en todo caso, me preguntaba qué ha hecho la escuela en todos estos años para mejorarla.
Me acompañaba en la mesa una pedagoga que me comentó con una sonrisa en los labios que hay maestr@s de sexto grado que no enseñan ciencias naturales o sociales porque sus alumnos no saben leer. La responsabilicé en el acto por la gravedad de la sentencia (fuera ésta cierta o no) y le exigí que hiciera algo para remediarla (en lo personal o a través de la corporación profesional que representaba). Ella me contestó que escapaba a su área de incumbencia y que bastaba con ver la televisión para darse cuenta de que la dinámica de nuestro Parlamento está bien lejos de ser un buen ejemplo para nuestros jóvenes.
Reconocí que en ése, como en tantos otros aspectos, vivíamos un momento político de lo más disparatado (es decir: estimulante), pero censuré que se refugiara en esa constatación para justificar la total ineficacia del sistema escolar argentino, del cual tienen idéntica responsabilidad padres, autoridades y docentes.
“Pasa en todas partes”, me dijo. “En Francia los profesores no se atreven a salir solos de la escuela por miedo a que les peguen” (los alumnos, sus amigos y sus padres).
Le recordé Semilla de maldad (1955) y su réplica local, La patota (1960), y me negué siquiera a considerar la posibilidad de que ésa fuera la materia prima universal de los procesos de aprendizaje para poder, precisamente, renunciar con el alma ligera (y mala conciencia) a intervenir en relación con ellos.
Estaba por señalarle el daño irreparable que las Ciencias de la Educación le habían provocado a los sistemas escolares cuando los fiscales vinieron a interrumpirnos porque la cola de estupefactos votantes que se había formado ante nuestra mesa era una señal de que era mejor que volviéramos a nuestras funciones.