¿Qué es un autor? Cuando inicié mis clases en la Universidad de Buenos Aires quise comenzar por el umbral que establece una pregunta máxima a la vez que inauguraba un paso mínimo. Pregunté: ¿qué es la filosofía? La pregunta parecía una parodia del modo enigmático en que enunciaban sus adivinanzas y sortilegios los oráculos délficos. Estos templos del conocimiento poseían el saber de lo oblicuo y castigaban a quienes se atrevían a desafiarlos con las respuestas directas. Así les preguntaba a los alumnos de psicología sobre el qué del ser de la filosofía con mayúscula y en singular, y ampliaba el interrogante al preguntar las razones por las cuales las autoridades habían considerado que la filosofía debía ser una materia obligatoria a la vez que introductoria, y que no ponderaran atributos similares en una disciplina como la teología.
Les preguntaba a los alumnos el motivo que pudiera explicar la ausencia en una casa de estudios que invocaba al creador del Inconsciente, al intérprete de la ley mosaica, a quien nos inquietaba por el porvenir de una ilusión y al pensador de la psicología de las masas –sin dejar de mencionar para sumar al ideario del creador del psicoanálisis nuevas sentencias pronunciadas por el gurú francés en nombre del Padre o del amor místico como en su seminario “Encore”, inspirado por el goce de Santa Teresa– y sin por eso detenerme con nuevas invocaciones a las autoridades del saber de la psique, preguntaba por la no invitación del dictado de una materia como Introducción a la Teología.
Cuando se me ocurrió hace casi tres años proponerles un seminario sobre William Shakespeare, sólo les dije que me rondaba la idea de que además de confrontarnos con un autor considerado el más grande que dio la literatura universal de acuerdo con los cánones diversos establecidos por las autoridades académicas de todo el mundo, pensé después de leer tan sólo unas pocas obras de su autoría que Shakespeare nos presentaba un singular desafío porque representaba a la antifilosofía.
Pensar la antifilosofía de parte de aficionados a la filosofía puede llegar a ser una propuesta curiosa, estimulante y, claro, también engañosa, en especial para quienes creen que existe una vía regia de acceso a la obra del gran bardo.
Pero después de todo este tiempo, y luego de haber leído parte de su obra sin completarla, la intuición de aquel momento no ha desaparecido, sigue oficiando de guía para un lector extraviado, y mantiene su facultad de ordenamiento para un corpus lingüístico que no puede ser ordenado.
¿Qué es la antifilosofía? Volviendo a la pregunta anterior, ¿qué es la filosofía?, de hace tres décadas, en aquel momento en el aula magna de la facultad de Psicología, separé una palabra de la pregunta inicial referida a la invocada identidad de la filosofía y subrayé la correspondiente al artículo determinante, femenino y singular: “la”. ¿Por qué “la” y no “las”?, interrogué, o por qué no un artículo masculino en lugar del femenino que pudiera referirse a “él”, un interrogante que eligiera la pregunta por “el” primer filósofo de la historia.
Ahora, en este nuevo espacio y tiempo, lo que nos interesa no es la sílaba determinante de una supuesta identidad sino el prefijo “anti”, que no es separable de la palabra que le sigue ni le corresponde un guión de enlace por el hecho de que no hay espacio entre “anti” y “filosofía” ni lazo que las vincule. Son una sola palabra con su correspondiente dirección.
Propongo pensar a Shakespeare como un antifilósofo, pero no como la figura que enarbolan los lacano-althusserianos para conservar su idea de verdad y sujeto en sus batallas teoricistas contra sofistas y opinadores. No me refiero a una “interna filosófica”, sino en todo caso a una figura más de lo que Foucault llama “pensamiento del afuera”.
Y si quisiéramos repetir el ritual precedente en el que por provocación al pensamiento filosófico invitaba a la teología a presentar sus credenciales ante un público freudiano y lacaniano, en este caso, ante un público variopinto, el invitado debería ser otro. Si el filósofo invitaba al teólogo, la filosofía a la teología, sugiero que esta vez en nombre de la antifilosofía invitemos a otro comensal: me refiero al teatro, nada menos que el teatro invitado en el teatro en el que hacemos nuestro seminario.
¿Por qué no, en este ciclo de antifilosofía, por qué no invitar al teatro en un teatro para hablar de él?
Modalidad shakespeariana que tanto en Hamlet como en otras obras juega a las muñecas rusas y exhibe su artificio representacional montando escenas teatrales en la misma obra de teatro, por la que mediante un espejo retórico duplica la escena en la que los protagonistas se convierten en espectadores de una obra en la que son vistos como actores, al tiempo que el público, por el carácter especular de la puesta, se ve distanciado de la trama primera.
Entonces, invitamos al teatro en un teatro para hablar de él, como nuestro pasajero frecuente en este viaje de la antifilosofía.
Presentado el proyecto de estudios, trataremos de organizar un crucero placentero, no exento de cierto confort. No queremos bailar en el Titanic.
Por eso “no está malo” (para completar el “está bueno” que se ha hecho muletilla en la prosa nacional) eludir en la medida de lo posible la pregunta iceberg contra la cual astillaríamos nuestro medio de transporte. Preguntar en este caso qué es la antifilosofía nos evita la pregunta indecidible, inconmensurable, imposible de ¿quién es Shakespeare?, o ¿quién era Shakespeare?
Preguntar por la esencia de la antifilosofía no es muy diferente a interrogarnos por el verdadero rostro de Shakespeare.
Creer que hay una respuesta es un camino de derrota, cuando no una escalada al absurdo. Recibe la sanción oracular acostumbrada. Insistir obcecadamente en solucionar el enigma no sólo confunde la puerta de salida sino que desperdicia imaginación. No será menos intrincado que la búsqueda del cáliz sagrado o del sudario de Cristo. Con Shakespeare se nos presenta el mismo ejercicio reflexivo que sugiere practicar Martín Heidegger –a quien a menudo me gusta citar en el comienzo de un trabajo porque siento que me da suerte, es como una patita de conejo– cuando nos habla del pensar.
Se piensa lo que no se sabe, y cuando se sabe no se piensa. Por eso el título de esta charla inaugural debería tomarse de un modo literal: “Introducción a mi desconocimiento de Shakespeare”, o, si quieren traducirlo en lengua socrática, “sólo sé que nada sé de Shakespeare”.
¿Cuáles son las tentaciones que se presentan para suturar la herida del desconocimiento o para colmar la fisura que se abre inevitablemente ante el fenómeno shakespeariano?
Son varias. Una es la de decir que no se sabe si Shakespeare existió. Se han hallado documentos que confirman el nacimiento el 23 de abril de 1564 de un ser con ese nombre en el pueblo de Stratford-upon-Avon, hijo de un fabricante de guantes ornamentados llamado John. Se pueden seguir los detalles biográficos de este señorito hasta su casamiento a los 18 años con la ocho años mayor Anne Hathaway, homónimo de una actriz de Hollywood hoy de moda que se puso de moda con películas sobre la moda, y luego seguirlo unos pasos hasta que sus huellas se borran casi diez años para dar lugar a lo que los comentaristas llaman lost years, los años perdidos de William.
¿Por qué dejó su pueblo natal con mujer y tres hijos? ¿Qué hizo que reapareciera en la capital del reino, Londres, dedicado a la actuación y a escribir sus primeras obras? ¿Qué lo llevó a elegir una profesión tan degradada, despreciada por la sociedad, más cerca del vagabundeo que de un oficio servil o útil? ¿Qué fue lo que lo hizo alejar del oficio de su padre –con problemas legales, es cierto– y no hacer uso de los conocimientos en lenguas clásicas que le impartieron en las escuelas diseñadas de acuerdo con la educación humanista basada en la gramática latina y en la retórica para ejercer de tutor, instructor, secretario o sirviente de una casa noble? ¿Cómo hizo para esquivar las amenazas que se cernían en la Inglaterra de esos tiempos, cuando creer en cualquier dios cristiano lo hacía sospechoso de herejía?
Una época en la que se era hereje de alguna ortodoxia a veces poco conocida, y la conversión de todo un país a una nueva iglesia por el mandato de un rey con el estilo de Enrique VIII, que mataba esposas que no le dieran el delfín que exigía, no desplazaba la fe de toda una población hacia una nueva pastoral ni obtenía el consenso unánime para condenar a la Iglesia Pontificia y su papa como nuevos demonios de la cristiandad.
Lutero era alemán, Calvino suizo; Enrique VIII no era como ellos, un cismático religioso, sino conyugal y político, le faltaba majestad sacerdotal, aunque de todos modos los aires puritanos invadían la isla sin por eso convertir a la masa de fieles a la nueva fe impuesta por un libertino ni alejar a los devotos del tradicional y popular catolicismo.
No es de extrañar entonces que William estuviera rodeado de maestros jesuitas que predicaban en la clandestinidad hasta ser descubiertos y muertos.
Las idas y vueltas religiosas de los regentes desconcertaban a la población, que no sabía en qué ni en quién creer, por lo que con frecuencia lo mejor era orar para adentro y obedecer en silencio la última orden eclesial.
Creencias. ¿En qué y en quién creía William? Primer enigma que es temible responder.
Otro modo de suturar la fisura shakespeariana es dudar sobre la autoría de las obras que invocan su nombre. La lista de supuestos autores de las obras de William es profusa. Con el tiempo se fueron agregando apellidos en la medida en que algunos se fueron descartando. Encontramos en la lista de autores sustitutos una cantidad respetable de gente de la nobleza, condes, duques, marqueses, barones, como algunos poetas que le eran contemporáneos, hasta llegar a la llamativa hipótesis de que Shakespeare era en realidad Francis Bacon. Esta preferencia por introducir a miembros de la corte como bardos anónimos se debe a la suposición esgrimida en ciertas épocas de que sólo una persona que perteneciera a la corte isabelina y jacobina (por el rey Jacobo o James) podía tener el conocimiento requerido para escribir las obras que están firmadas por William.
Los testimonios y los testigos en vida de Shakespeare que certifiquen su decurso existencial son muy pocos. Las menciones a su labor son escasas. Sus obras se recopilan por primera vez ocho años después de su muerte. Nadie consideraba que estaba en presencia de un fragmento de gloria inmortal. De lo que nadie duda es sostener que tuvo éxito, un gran éxito. El teatro El Globo era uno de los que más llenaban la sala.
El nombre de Shakespeare recién levanta vuelo a mediados del siglo XVIII, cuando se le organiza un homenaje en su pueblo natal. David Garrick, de acuerdo con James Shapiro en Shakespeare and the jews, organizó las primeras Shakespeare’s Jubilee, que iniciaron el proceso de simbolización del bardo inmortal.
A finales del siglo, un tal Ireland dice descubrir un cúmulo de documentos por los cuales prueba una serie de hechos que luego fueron denunciados por falsos, pero otras referencias que sí eran auténticas marcaron una profunda huella en los lectores de aquel tiempo. Se descubrió que William no era un poeta plebeyo, provinciano, una especie de upstart, parvenu o arribista con ganas de trepar escalones y triunfar con rapidez en la sociedad urbana de la populosa Londres, sino un hombre acomodado, un empresario teatral de éxito, con excelentes relaciones en la corte, protegido por la misma Reina, patrocinado por lord Chamberlain –una especie de jefe de gabinete y ministro de Cultura de la monarquía– con propiedades en la ciudad y con inversiones en tierras en su pueblo natal, adonde fue a retirarse a los 48 años para dedicarse a multiplicar su capital.
Esta novedad biográfica, lejos de desmerecer el renombre del bardo, como puede esperarse en mentes que estiman que el comercio es pecaminoso y que el arte es un sacerdocio cuando no una militancia, en este caso mereció la favorable consideración de un público con pretensiones aristocratizantes que veían cómo se prestigiaba el nombre de un poeta nacional ya no tan alejado de las elites culturales por dejar de ser un mero trovador plebeyo.
Así se dio inicio a lo que llaman “industria shakespeariana” o la conversión de Shakespeare en un commodity, como dice Jonathan Bale en The Genius of Shakespeare. Pero el empuje definitivo a la gloria de su nombre se da poco después con la versión romántica de la creación artística, que cabalgando sobre la idea de genio eleva al artista como una entidad milagrosa que brota de la misma naturaleza por ser la manifestación de una fuerza irrefrenable que no sólo alcanza las alturas de lo sublime sino que le da la identidad más preciada a un pueblo. Shakespeare, poeta nacional, cumbre del arte literario y superior a todos, en especial –como clara alusión a un competidor molesto– a los poetas y dramaturgos franceses.
Stratfordianos, antistratfordianos, oxfordianos, no se cansarán de debatir cuestiones de orígenes, identidades, en una lidia de apropiaciones que se repite cada vez que se presenta una especie de fantasma o espectro en la cultura universal cuyo cuerpo y origen se desconocen, llámense Moisés, Buda, Sócrates, Jesús, todos fundadores de civilizaciones; y, para sorpresa de muchos, esta realidad de un cuerpo ausente de un enviado de un más allá se repite con un personaje de tiempos de la imprenta y del entretenimiento de masas de las grandes ciudades modernas, como lo era Londres en los 1600.
De modo que lo mínimo que podemos asegurar es que, a falta de cuerpo –como el padre fantasmal de Hamlet–, sí existe la firma Shakespeare.
Otro modo de obturar la fisura shakespeariana es la justificación por el contexto. Peligro que se cierne para todos los aficionados a la filosofía que son al mismo tiempo devotos alumnos de Historia. Partimos de una afirmación aparentemente de sentido común: Shakespeare pertenece a su tiempo como lo hacen todos los creadores. Suponemos que si nada conocemos de su época, de la política y la cultura isabelina, nadaremos sin salvavidas en mar abierto.
El recurso de la historia tiene sus efectos saludables para los espíritus proclives a creer en las ideas como si fueran mariposas, a ponderar el texto como si fuera un pentagrama y a hacer de la lingüistería un método interpretativo.
El problema reside en que la obra shakespeariana tanto remite a su tiempo como lo elude. Para trazar un paradigma de la relación del escritor y su tiempo, no sirven ni la causalidad mecánica ni la dialéctica, ni siquiera la reticular. Obliga a autores como Stephen Greenblatt en Shakespearean’s negotiations –en quien Foucault se inspira para su concepto de arte de vivir al leer la obra Self Fashioning in the Rennaissance– a forjar el concepto de negociaciones entre autor y medio, y circulación de los discursos en lo que llama energía social entre las obras de arte y la sociedad.
En el caso de William, nos atrevemos a decir que construyó su mundo. Y que en su mundo no hay autor. La afirmación de la ausencia de autor que sedujo a lectores que repelen los relatos biográficos y el sentimentalismo al que son proclives los análisis psicológicos, en este caso, desplaza su nivel; no es una cuestión epistemológica de una deconstrucción post-estructuralista, sino de la vida de quien poco y nada se conoce en cuanto a sus encuentros y desencuentros existenciales; de un pensamiento desplegado en una obra en que se desmenuza en partes desencontradas, porque el autor bien se encarga de desdoblar el pensamiento en tantas tesis como personajes se presentan –un libro que es una autoridad académica sobre el pensamiento de Shakespeare, el de A.D. Nuttall, que se llama The Thinker, dice que el dios inspirador del pensamiento de Shakespeare es Proteo–. Shakespeare nada nos dice de su tiempo, que tanto es travestido en la Roma imperial como en la Atenas homérica como en la fábula pastoril como en el soneto trovadoresco.
¿Qué haríamos sin el contexto quienes estamos habituados a interpretar un pensamiento en “situación”, los que necesitamos de la polémica, del pensamiento estratégico y de relacionar formas de vida con juegos de lenguaje? ¿Qué haríamos sin nuestro Foucault, sin nuestro Wittgenstein o sin nuestros Marx y Nietzsche?
A pesar de que en el caso de Will –como lo llama Stephen Greenblatt en su libro Will in the World– los maestros de la hermenéutica contemporánea parecen soltarnos la mano, no por eso deja de ser necesario y más aun divertido incursionar en el mundo de Shakespeare, en las calles de Londres, en su demografía explosiva, en su liturgia clasista, en sus guerras religiosas, en su feudalismo inconcluso, en las familias en litigio, en los York, en los Lancaster, en los Tudor, en los Estuardo, en su afán de unificar los reinos enemigos entre sí, en sus pestes y sus crueldades de palacio. Claro que es pintoresco saber cuánto tiempo vivía un inglés de finales del siglo XVI, qué hacían las mujeres, quiénes leían y quiénes no podían hacerlo, quiénes y durante cuánto tiempo daban de mamar… y cómo se comía en los tiempos de la cuchara antes de que el tenedor se presentara en las mesas familiares a principios del siglo XVII; es más que interesante viajar al pasado mientras se sepan seleccionar los detalles, descartar los manuales iconoclastas de sociología histórica y armar la escena epocal para visualizar la otra escena, la que suponemos principal: la del teatro shakespeariano.
El problema con William es que el espejo que lo refleja es el mismo que reproducía el rostro de Diónisos cuando, al mirarse, veía el mundo. Por eso bien podemos decir que los escépticos tienen razón, y los antistratfordianos también: ¡Shakespeare no existe! Quienes sí existen son Falstaff, Otelo, Hamlet, Calibán, Yago, Ricardo III y Hal, Antonio y Cleopatra, Troilo y Crésida, Macbeth, Romeo y Julieta, Shylock y Portia, y todos los personajes secundarios que hacen viva su obra. Decenas de personajes que serán interpretados durante siglos en teatros y películas, en readaptaciones textuales, con otro vestuario, escenografías de todo tipo, idiomas variados, en contextos infinitos.
¿Qué pasa con un autor cuando se caracteriza por la elasticidad universal? ¿Cuándo es ajustable a todos los contextos imaginables?
Shakespeare no es Uno –Borges, que no sólo escribió el cuento La memoria de Shakespeare, insistió sobre sus mil caras que no son ninguna–, no es objeto de una posible operación platónica de ordenamiento de lo múltiple en la unidad.
Tampoco hay dos Williams, el joven y el maduro, ni el de antes o después de alguna ruptura cualquiera que fuere, ni el del bajo o del alto Renacimiento.
Tampoco tiene mentores de los que se puedan sonsacar influencias determinantes, ni Séneca, ni Ovidio, ni Plutarco ni Maquiavelo, Montaigne o John Dee, que son los más nombrados. Sus materiales provienen de las crónicas circulantes en su medio que remiten a los avatares de la monarquía inglesa entre fines del siglo XIV y finales del XV; a ciertos acontecimientos que podrían haberlo sensibilizado en un mundo en el que ahorcar, descuartizar y torturar eran frecuentes, hasta el punto en que Isabel parece haber eliminado a medio millar entre adversarios, sospechados, intrigantes y supuestos ex amantes; o a sucesos familiares como la muerte de su hijo Hamnet.
Ni sus dramas históricos traducen la situación política del momento tal lo creen reduccionistas politólogos, ni el aullido de unas brujas ni las apariciones espectrales lo sitúan en medio de sociedades herméticas.
Shakespeare se come su tiempo y lo devuelve desconocido. Ser un autor original no era propio de una época en la que el plagio era un signo de habilidad y en el que la competencia por lograr una obra de éxito ahorraba los escrúpulos.
Shakespeare no es Uno porque no es más que sus personajes, y porque no configura un sistema de pensamiento, ni una cadena argumental acotable ni representa una ideología sino varias de su tiempo, ni un defensor de un orden imperial. La razón es que sencillamente no existió tal idea imperial hasta los tiempos de Cromwell, medio siglo después, cuando las monarquías en guerra permanente llegan a conformar la corona unificada. Este acontecimiento histórico posibilitará hablar por primera vez de británicos y partir recién entonces de la isla una vez unificada a la conquista del mar y de las colonias, como lo detallan diversos autores en The origins of Empire, editado por Nicholas Canny, o A History of Britain III de Simon Schama.
Crear personajes exige luchar contra los estereotipos legados por el teatro de los misterios y el teatro de las moralidades del medioevo. Pero no es suficiente con darles nombres particulares a los personajes e incorporarlos a la acción dramática.
Basta comparar el teatro de Shakespeare con el considerado más talentoso autor que le era contemporáneo, Christopher Marlowe, el poeta muerto antes de los treinta años que fue la sombra de William, su adversario poético, el prodigio de las tabernas, para percibir las diferencias entre personajes nominados y otros que se constituyen como personalidades.
¿Qué es un personaje?
Así como hemos hablado de la fisura shakespeariana, podemos extender la figura fractal a sus mismos personajes. ¿Cómo se construye un personaje? Es muy difícil lograrlo si el personaje es una encarnación de un valor, de una ideología, un objeto manipulado por un deus ex machina. Los personajes de las obras de Shakespeare son personalidades en tanto una personalidad no es una persona, en su antigua acepción de máscara.
Una personalidad es una figura despersonalizada; se distingue por sus flaquezas, por sus retrocesos, por las pasiones que la dominan, por sus traiciones, por sus dudas, sus dobleces, arrepentimientos, por estar sujeta a tentaciones, a delirios de grandeza. Una personalidad rara vez derrota a la vida; no por eso es una perdedora, pero por algún lado debe perder. Por eso es tan difícil crear personajes de una integridad sin tachas, héroes completos, blancos todo blanco y negros todo negro.
La virtud no es lo que destaca a los personajes de Shakespeare, sino el fracaso y la decepción. Nos entregaríamos a la interpretación facilista si inmediatamente concluyéramos que William es un escéptico, tal como lo sugiere Graham Bradshaw en Shakespeare’s Scepticism, primero porque, repetimos, es muchas cosas, tanto escéptico como farsesco y trágico, lírico y comedido, y además porque la palabra “escepticismo” agrupa actitudes disímiles que pueden ir de la pusilanimidad a un mecanismo de defensa para la conservación de la vida.
Los personajes de Shakespeare están en cuestión, se ven actuar, discuten consigo mismos, le hablan al público, al que toman de testigo de sus propias elucubraciones, artimañas y debilidades, como lo señala Harold Boom en su vasta apología del poeta.
Por eso es casi imposible pensar en un teatro filosófico, en un teatro de tesis, salvo que se mate a los personajes para que sean embajadores ideológicos.
Esto no quiere decir que los personajes de Shakespeare le vengan ya dados, o que se le impongan desde algún limbo o parnaso en el que esperarían la invitación del autor a descender a la escena. William los crea y acentúa ciertos rasgos para que su presencia sea intensa y alcance los niveles de dramatismo a los que quiere llegar.
Para usar un modismo actual: un personaje es una tendencia.
Por ejemplo, el caso de Ricardo III. Las obras de Shakespeare llamadas “historias”, las que se refieren a las luchas de la realeza descendiente de los Plantagenets a través de los años de la llamada Guerra de los Roses, recorren un ciclo que se repite en el que un aspirante al reino destrona a un monarca decadente; por lo general lo asesina luego de haberlo venerado. Una vez en el trono se corona con toda la gloria, se apodera de él un ansia ilimitada de poder, hace un uso cruel de su investidura, pero no puede disfrutar de su posición dominante; se siente rodeado de enemigos, huele conspiraciones, se produce una crisis de legitimidad; cuando todo parecía seguro, se despiertan ánimos de venganza en quienes estaban sometidos largo tiempo. Todo esto ocurre mientras el rey se debate consigo mismo para no equivocarse en el camino a tomar para evitar ser destronado. Hay un nuevo aspirante que trama su derrocamiento, organiza el asesinato, sobreviene la catástrofe, acaece el derrumbe terminal del monarca, que muere ajusticiado y asistimos a la coronación del nuevo rey.
Se trata de lo que algunos, como Jan Kott en su libro Shakespeare nuestro contemporáneo, llaman “el Gran Mecanismo”, el ciclo del auge y del derrumbe del sistema que juega con los individuos, que los somete a las consecuencias inesperadas de sus acciones. No hay destino, no hay fatalidad, los personajes están sometidos a las acciones que ellos mismos suscitan y sucumben a los efectos indeseados de una red de acontecimientos que superan a las voluntades de los protagonistas.
Por eso esta tragedia sin dioses se diferencia de la tragedia griega tal como lo analiza el texto clásico de A.C. Bradley Shakespearean tragedy.
Pero no sólo se trata del ciclo repetitivo de un poder que de la gloria pasa a la desintegración, sino del poder desnudo, de lo que se produce cuando un monarca se arroga un poder que le hacer creer en su impunidad y le permite reírse de todo, de sí mismo y, fundamentalmente, de sus súbditos.
Es el monarca bufón, aquel que Foucault llamaba “ubuesco” en su curso sobre Los anormales, quien no necesita de un relato legitimador ni de oropeles que lo magnifiquen; él mismo es magnífico y puede mostrarse desnudo, mentir a viva voz, mofarse de las artes del disimulo, mostrar la artimaña en toda su verdad, engañar sin disfraz, anunciar públicamente su propia parodia y develar el artificio y la simulación; imponer así su dominación como un déspota sobrehumano.
El poder, al decir de Gilles Deleuze, para Ubú y sus sucedáneos, es una intensidad marcada sobre un cuerpo erógeno.
Un monarca así, en nada necesita de su bufón; él mismo lo es, practica el arte de la bufonería, que consiste en mostrar todo el desprecio que se tiene por los súbditos o ciudadanos. Shakespeare se hace eco, como dice el ensayista polaco recién mencionado, Jan Kott, del modo en que se implementa el terror. Este autor escribe sobre Shakespeare en la Polonia stalinista –de modo análogo lo hizo Gregory Kozintsev en sus películas y libros, aunque con concesiones, en la URSS de Stalin– y como el mismo Peter Brook lo señala en el prólogo de su libro, lee a Shakespeare con atmósfera sovietizada. O viceversa, comienza a comprender mejor lo que llama “el Gran Mecanismo” sovietizado de su tiempo con el drama shakesperiano.
Por eso el rostro de Shakespeare se atomiza en su obra, y su obra no tiene la redondez de un fruto, ni siquiera la nitidez terminal que sugiere un estante de biblioteca ni el compacto que ofrece un estuche encuadernado con sus obras completas.
Su obra siempre será inconclusa, pero no porque nos falten escritos póstumos por descubrir sino porque Shakespeare nunca se pensó a sí mismo como un escritor, lo que hoy llamamos escritor; en todo caso, es un poeta que escribe obras de teatro. Y el fin de éstas es la puesta en escena en un recinto adaptado a tal efecto, que se llama “teatro”.
Puede resultar llamativa esta supuesta indiferencia por la gloria literaria para quien lee sus textos, en los que de inmediato sobresalen el borbotón de imágenes, la variedad de figuras literarias, ese modo de decir lo mismo de tantas maneras, y que en ningún momento se instale en el lector la sensación de una repetición sino de un enriquecimiento y un crescendo en la significación. Su extraordinaria habilidad retórica y su formación poética demostradas en la infinidad de metáforas que emplea, los veinte mil neologismos que incorpora a la lengua, hacen de su trama una exhibición desmesurada de talento literario.
Las más de treinta obras se suceden con aceleración; con sus decenas de personajes en cada una de ellas y con guiones temáticos siempre diferentes, hacen que la experiencia de lectura sea extraña. Al menos ha sido mi caso. Obra leída, obra olvidada. Cuando se trata de una escritura-acción, irrumpe el viento de una amnesia parcial después de cada lectura. Pareciera que Shakespeare es un autor para ser releído, antes de poder decir que ha sido leído.
Pero William escribe como un actor, piensa como un actor, y vive de la actuación.
Con él y otros de los muchos colegas de su tiempo nace el teatro profesional. The Globe, the Fortune, Blackfriars, The Swan, Rose, The Hope, The Red Bull, The Curtain, algunos teatros que se multiplicaron hasta que por cada milla de la ciudad de Londres se levantaba una sala de espectáculos en los que se representaba algún drama.
Tal lo describe Andrew Gurr en su libro Playing in Shakespeare’s London, fueron 75 años, de 1567 a 1642, en que hombres como Marlowe, Fletcher, Lodge, Watson, Peele, Nashe, Greene y Shakespeare inventaron el teatro profesional.
En un recinto descubierto, donde frente al escenario había una superficie de tierra de unos 170 metros cuadrados para espectadores de pie que pagaban un penique, rodeado por un hemiciclo de galerías cubiertas de dos peniques para público de pie a resguardo de los cambios climáticos, y una segunda galería de tres peniques para quienes podían disfrutar de una butaca con almohadón. El pequeño número selecto por lo general de la nobleza estaba en un palco detrás del escenario, de espaldas al movimiento de los actores. No es de extrañar, ya que no se trata de un espectáculo visual sino auditivo. Estamos ante una audiencia mucho menos molesta por la lluvia que por las dificultades acústicas. No hay cambio de escenografía porque la escenografía es mínima, sólo niveles, andamios, pasillos y escaleras, como lo vimos en la escenografía de Alicia Leloutre en el Macbeth de la puesta en escena del Teatro General San Martín. La obra, de tres a cuatro o cinco horas, se desarrolla sin pausas de acuerdo con el ritmo y las fases de intensidad variada que dicta el texto, y toda la alegría visual está en el vestuario, que sí debe ser llamativo y que insume una buena parte de la inversión monetaria de la obra.
Los nobles a veces no pagaban a sus sirvientes en moneda, y a cambio les regalaban algunas prendas que a su vez el personal vendía a los actores. Por eso a menudo los espectadores veían sus propias ropas en escena en el cuerpo de los actores.
Otro detalle pintoresco de la vestimenta de la audiencia era la disimetría de los sombreros, cuyo tamaño definía la jerarquía social. Cuanto más alta la copa y más enhiesta la pluma que lo decoraba, de mayor raigambre quien lo portaba. La molestia ocasionada para la visión de quienes estaban detrás era parte de las incomodidades propias de las multitudes convocadas para un espectáculo popular.
Con frecuencia el elenco se hacía socio del dueño del teatro y participaba en lo recaudado de acuerdo con un contrato que establecía los porcentajes de cada uno de los actores. Así William hizo sus primeros dineros de actor, y luego fue socio productor de la compañía real.
La capacidad variaba entre dos mil y tres mil espectadores, casi todos los días de la semana, con un repertorio de unas veinte obras puestas en escena en la misma sala. El teatro fue uno de los primeros espacios democráticos de la modernidad en los que todas las clases sociales estaban presentes. Se calcula que, en esos 75 años, cincuenta millones de espectadores fueron al teatro en Londres.
Las representaciones se hacían a la tarde, de 15 a 18, para no tener problemas con la iglesia por la misa de las 14. La gente llevaba alimentos como manzanas y nueces, bebían agua y cerveza, llegaban a increpar a los actores, arrojarles la fruta, y sostenían cubículos o baldes para orinar, y las mujeres sus recipientes bajo las faldas para los mismos menesteres.
Prostitutas, lacayos, burgueses, carteristas, condes y duques, artesanos, todos acudían al teatro, que competía con otros espectáculos callejeros, como la lucha de osos y perros, los predicadores de la suerte y presentadores de sortilegios. El teatro pago reemplazará a la taberna –que fue el primer lugar de los poetas y de sus dramas–, al patio de las cocherías, y para él, para el teatro, William escribía dos dramas por año.
No hay conclusión para una presentación que refuerza el título que nace de una ignorancia consciente de sí. Y menos aun cuando recién comenzamos este viaje por el mundo de Shakespeare. Lo que diré ahora no es más que pensar para mí en voz alta, un boceto de mis impresiones hasta este momento.
Dije que Shakespeare es la antifilosofía; lo es porque: a) no hay sistema de pensamiento, b) no hay contexto explicativo, c) no hay autor, d) no hay verdad de origen ni sentido final. ¿Qué hay? Hay pasión y deseo, pero no hay filosofía de la pasión como la hay de la voluntad, de la razón, del ser, de la naturaleza o de las ideas.
La pasión no es un ente, es lo que no puede conceptualizarse porque se trata de pasión en acción. El oxímoron que caracteriza a su teatro, si no es al teatro en general: cuerpos pasionales de una escritura en acción.
Así describiría el mundo de William Shakespeare, para el que escribió, actuó y produjo, hasta retirarse a su pueblo natal a vivir de sus rentas, de sus préstamos a interés y a comprar nuevas propiedades hasta que lo sorprende la muerte a los 52 años de edad
*Filósofo.