mariachu123 15 de junio
qué se hace con la diputada de los perritos? en serio pregunto. Para algunas teorías que explican el lenguaje (como es el caso de la teoría de la relevancia de Dan Sperber y Deirdre Wilson), todo enunciado es, de entrada, una interpretación. Y es que el pensamiento del hablante debe ser traducido del orden conceptual al orden lingüístico,
que lo interpreta. Pero hay algunos enunciados particulares que se instituyen, por su propia expresión, en interpretaciones del pensamiento de alguien distinto del hablante. Eso las convierte en interpretaciones de segundo grado.
Desde esta perspectiva, no toda interpretación de segundo grado es una ironía, pero toda ironía es una interpretación de segundo grado. Lo es en la medida en que, de modo más o menos explícito, funciona como el eco de lo que otro pudo haber
dicho o pudo haber pensado. Y evidencia de algún modo ostensible que quien la produce rechaza o desaprueba –burlonamente– eso mismo que está diciendo.
Ese rechazo o esa desaprobación no se manifiestan, debe notarse, por medio de las palabras. Es, en todo caso, el empleo de otro tipo de recursos lo que le deja en claro al oyente que lo expresado no ha de tomarse en sentido literal. El tono de voz, el contexto o ciertas pistas paralingüísticas –como el arqueo de las cejas o los ojos en blanco– son los recursos que colaboran para que la ironía se
entienda, siempre y cuando la conversación sea oral. Muy distinto es el caso cuando se trata de la conversación escrita. Dado que la ausencia de esas marcas presenciales –la voz, los gestos– podría conducir a una decodificación literal por parte del receptor, se suele recurrir a interjecciones, a onomatopeyas e incluso a emojis para poner de manifiesto que ese enunciado tiene que leerse en clave irónica. Porque, hay que destacarlo, solo un escrito informal acepta cómodamente las ironías.
Frente a lo dicho, es necesario traer a cuento el peso de los dispositivos, entendidos como la disposición de un mecanismo y de las prácticas que le están asociadas en orden a un cierto fin. Los dispositivos, digo, pueden imponer sus propias reglas a las realidades que los preexisten. Así, Twitter –el dispositivo al que quiero referirme– ha venido a marcar la cancha del discurso por medio de instruir algunas convenciones que le son distintivas.
La ironía es a Twitter, para decirlo pronto, una especie de marca de fábrica. O, lo que es igual, la cifra subrepticia de muchos tuits, aun despojados de interjecciones, onomatopeyas o emojis. ¿Cómo es posible, entonces, que, privados de indicaciones oportunas, los tuits tiendan a ser comprendidos como enunciados irónicos en vez de entenderse como aserciones corrientes?
Según afirman Sperber y Wilson, en su libro La relevancia (en la página 292 de la edición de 1994), la ironía requiere –para ser entendida– que el interlocutor admita el enunciado como un enunciado de eco, identifique la fuente de la que proviene ese eco y reconozca en el hablante el rechazo o la desaprobación de eso que dice.
Trataré de ponerlo de modo más claro, siempre siguiendo a estos dos autores. Dado que interpretar el enunciado como literal conduciría irremediablemente a una conclusión absurda, el receptor no puede más que arribar a la interpretación irónica y percibirla como un eco –quizás no textual– de algo que ha sido dicho o pensado previamente.
La paradoja del asunto estriba en que, si se quiere expresar una aserción o una duda corrientes, literales, hay que aclararlo en Twitter. Con palabras precisas. Frases como “lo digo en serio” o “en serio pregunto” –el tuit del comienzo es una muestra– se resguardan de las interpretaciones irónicas que los tuiteros avezados pudieran adjudicarles a los enunciados literales.
Rarezas discursivas, que las hay, los nuevos dispositivos traen consigo nuevos usos. O, como alguien diría, están pasando cosas.
*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.