Aunque la palabra transición produce angustia creciente en quienes hoy conducen la Argentina, no caben dudas de que al amanecer del 29 de junio es probable que haya que barajar y dar de nuevo. La única pregunta verdaderamente importante es cómo habrá de administrar Néstor Kirchner el final de su hegemonía, la temida transición al post kirchnerismo. Tiene al menos dos opciones.
Una de ellas implica repetir el error monumental que cometió tras las elecciones del 28 de octubre de 2007, cuando “leyó” el 45 por ciento de la fórmula Cristina-Cobos como un triunfo suyo, pasaporte a una continuidad impertérrita. Así, no se fue nadie y se quedaron todos, incluyendo a De Vido, Jaime, Moreno y los Fernández. Deliberadamente, Kirchner desvirtuó la decisión ciudadana. Me votaron a mí: gané yo, fijo las normas y pongo los nombres, fueron sus conclusiones tácitas. De ese disparate autodestructivo creado por su soberbia tozuda, derivan las historias posteriores, incluyendo la 125 y el INDEC, pasando por la promiscuidad con Hugo Chávez.
¿Acaso había votado eso la mayoría? Es evidente que no. No en vano el kirchnerismo tuvo que apelar a un mendocino apacible e ideológicamente componedor para la fórmula de una concertación inventada de urgencia. Por algo Cristina Kirchner pidió que la voten para empezar “el cambio”.
Ningún cambio: los más rústicos brontosauros siguieron en el centro de la escena y el discurso oficial siguió siendo explicado por comisarios estilo Kunkel, fanático de Juan Manuel de Rosas, y expresión fiel del más grueso autoritarismo.
Si Cobos y la promesa de “cambio” fueron anzuelos, el desenlace fue error garrafal. Tras escarceos mínimos y patéticos (un par de semanas posando de ajeno al Gobierno desde una oficina en Puerto Madero, sus bromas pesadas al insinuar que se dedicaría a un “café literario”), Kirchner se abroqueló en la residencia de Olivos, en la que vive hace más de seis años, y ratificó su comando vertical.
Desparramó mieles sobre “la compañera Cristina”, pero creyó que el 45 por ciento que la votó en 2007 en realidad quería a un Néstor de pollera y tacos altos. Ella lo permitió, claro, fascinada con el gran mundo internacional, apunada por el poder y sintiéndose perseguida por usar el pelo largo y maquillarse mucho, puesto que, se queja, como mujer todo le cuesta más.
Pero aun cuando gane “por un voto” las elecciones en la provincia de Buenos Aires, Kirchner es capaz de embestir enceguecidamente contra la realidad y alegar que, aunque con ese voto de diferencia, le ganó a la oligarquía, a los odiados medios y a “los poderosos”, contra los cuales él y su mujer dicen pelear.
Sería funesto, pero no imposible. Descartada por completo la posibilidad de que gane con comodidad las elecciones que él mismo convirtió desatinadamente en plebiscito, una nueva negación de la realidad sería cerrar los ojos a una comprobación inexorable: el cese de la tolerancia de la clase media para con el kirchnerismo es irreversible.
Una milagrosa segunda opción sería así: Kirchner gana la provincia de Buenos Aires por una “luz” de entre tres y seis puntos, pero retrocede diez puntos respecto de 2007 (cuando fue electo Daniel Scioli), y coloca en la vidriera a ese agónico triunfo junto con derrotas anunciadas (Santa Fe, Capital Federal, Córdoba e incluso hasta eventualmente Mendoza), pero ya sin quórum propio en Diputados. Ante esa realidad, abre el juego y sienta las bases de una interna abierta y democrática del peronismo de cara a 2011. ¿Sería un cuento de hadas que un peronismo misteriosamente institucionalizado cierre filas y proclame una fórmula consensuada y compacta, en el marco de una recuperación clara del sistema de partidos?
La Argentina viró y sólo falta que en el poder se den cuenta. Lo que pagó ya no paga, y lo que fue rentable dejó de serlo. Personajes como Aníbal Fernández, capaz de argumentar por qué es importante pavimentar el Río de la Plata, son hoy blancos fijos y cada vez que hablan (aunque sea con gente culta y razonable como Rafael Bielsa, nuevo actor del mundo mediático), suscitan irritación y fastidio.
Como sucedió con esos soldados japoneses encontrados en las selvas del sudeste asiático años después de Hiroshima, Kirchner todavía no tomó nota de que su guerra ha terminado. Gente a la que respeta Daniel Scioli se pregunta qué maldita pulsión hace que Kirchner quiera convertir al equivalente de lo que fue Cancha Rayada para el Ejército de los Andes en lo que fue Stalingrado para Hitler.
Luego de aquella batalla perdida por San Martín el 29 de marzo de 1814, vino la victoria de Chacabuco el 12 de febrero de 1817, mientras que de la ciudad soviética los alemanes salieron en febrero de 1943 con la nariz ensangrentada e iniciaron su marcha hacia la capitulación final, en mayo de 1945.
El viraje es hacia el centro y la sociedad ofrece todo el tiempo múltiples ejemplos de esta deriva. En ese camino a una nueva racionalidad, hay personajes que deberán ajustar su mensaje y su práctica, porque pueden ser aplastados por la evolución de los hechos.
Así, cuando Cobos asegura que Francisco de Narváez está siendo “víctima” de una “campaña” para dañarlo, y justifica su decisión de recibirlo con foto para los medios, concreta dos operaciones: a) hace algo normal y rutinario en una sociedad madura, dialogar con alguien que no es de su tribu; b) castiga al espacio que denodadamente intenta potenciar una opción no peronista a la eficaz tenaza justicialista que gobierna ininterrumpidamente el mayor Estado argentino desde hace 22 años.
En realidad, la mercurial Elisa Carrió también se había solidarizado con De Narváez, a quien llamó el 5 de mayo. “Cuando lo hace ella es plural y democrática, pero cuando lo hago yo me critican. Después acusan al Gobierno de no tener diálogo”, aclaró Cobos, no sin razón.
Fotos, señales, guiños y bambalinas son el retrato hablado de una indigencia nacional, una política de bajas calorías ideológicas, prácticas verticales y tozuda negación a admitir que todo está cambiando.
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