Tal vez el espacio donde Nely y yo nos encontrábamos juntas más a gusto era en su patio. Ella era mi suegra y no es que nos lleváramos mal, nos veíamos demasiado poco, demasiado de vez en cuando para que eso sucediera. Pero éramos dos mujeres de tiempos distintos, de ideas distintas sobre casi todo: ser mujeres, la familia, los hijos, el trabajo, la ropa.
Tuvo cuatro hijos varones y yo fui la primera novia que alguno llevó a la casa. Entonces yo era demasiado flaca y demasiado hippie, demasiado bolche, demasiado zaparrastrosa. Ella era la dueña de la mejor boutique del pueblo, sus clientas eran juezas, directoras de escuela y esposas de algodoneros. Entonces aún no había sojeros en el Chaco. A mí me gustaba leer, a ella pescar. A mí me gustaba escribir, a ella hacer cuentas. Ella hablaba hasta por los codos, yo soy un muro de silencio. No teníamos nada en común, excepto a uno de sus hijos y su patio, que siempre fue lo que más me gustó de su casa. Sentarme allí a la mañana, descalza, y tomar mate con yuyos. El enorme jardín con árboles de mamones, bananeros, enredaderas, malvones y matorrales de burrito. Su jardín, como sus hijos, era su orgullo. Y es que hay que hacer mucho esfuerzo para tener un jardín espléndido en un sitio donde llueve poco y el agua corriente escasea en el verano. De alguna manera se las arreglaba para tenerlo verde, para que resplandeciera bajo los soles abrasadores de enero y febrero. A la noche armábamos la mesa sobre el césped y sacábamos un televisor a la galería: campeonatos de fútbol o festivales de folclore. Me acuerdo que una de las primeras veces que fui a su casa estábamos preparando la cena, ella y yo, en la cocina, que tenía una ventana que daba al patio. Desde afuera alguno de los hombres, hijos o marido, gritó pidiendo algo, hielo o más cerveza. Ella me dijo enseguida: mamita, andá, llevale. Yo le respondí: si quieren algo que se levanten y lo busquen. No me dijo nada pero vi su cara de espanto.
A veces, cuando venía a Buenos Aires, la acompañaba en su raid a comprar ropa para la tienda. Admiraba su capacidad para elegir cada prenda pensando en cada clienta. Sabía qué blusa podía interesarle a quién, qué talle usaba cuál, y hasta los eventos anuales que cada una tenía y para los que tendrían que comprarse algo nuevo. Siempre se enojaba cuando le ofrecían prendas sintéticas: se nota que esta no sabe el calor que hace en el Chaco, me decía por lo bajo.
Era una mujer determinada que había trabajado desde chica y se había abierto camino sola. Yo la respetaba por eso; en eso se parecía a mi madre.
Hace unos años se enfermó de Alzheimer, su temido fantasma; su mamá había muerto con la misma enfermedad. Rápidamente fue desapareciendo, desvaneciéndose adentro de un cuerpo que seguía siendo el suyo, con más peso, pero cada vez con menos sustancia.
Murió hace unos días. Viajamos unas horas antes para verla todavía en la clínica. Avión hasta Resistencia y luego doscientos y pico de kilómetros en auto. En tramos del camino llovía o había llovido, y siguió lloviendo esos días. Chaparrones gordos que duraban un rato y salía el sol. Volvía a llover y volvía a salir el sol. Un otoño cálido y pegajoso, lleno de mosquitos. Mucha lluvia para que el jardín tenga y guarde ahora que Nely no estará para regarlo. El olor amargo del burrito humedecido llenó la habitación donde dormí esos días.