A veces uno se aparta de su norte y paga las consecuencias. En la segunda vuelta de las elecciones porteñas no compartí el criterio de la izquierda y aposté (no por afinidad, sino por estrategia) al triunfo de Lousteau.
No me refiero a eso, sino a mi adhesión automática, hace unas semanas, en favor del señor Altamira, que mis amigos de izquierda me reprocharon amablemente por correo, haciéndome notar que había interna en las PASO. Una vez comparadas las fotos de los candidatos, sus dichos disponibles en la red (en fin: las cosas que uno hace para racionalizar sus preferencias), decidí mi sufragio en favor de la fracción liderada por el señor Del Caño, contradiciendo mi previa declaración.
Se dirá que es muy joven para aspirar a la presidencia. Pero la señorita María Delfina Rossi es mucho más joven (¡26 años!) y ya es directora del Banco Nación. Naturalmente, llegó a ese cargo por sus relaciones familiares (su padre es ministro del régimen actual), lo que no ha sido visto con buenos ojos por la ciudadanía. No es el caso de Nico, que es un poco mayor y ganó su lugar por sus propios méritos y sus propias obstinaciones (dona la parte de su sueldo parlamentario que supera el sueldo de un maestro, por ejemplo).
Cuando la sociedad de la que uno forma parte adula inmoderadamente a la juventud conviene estar alerta, porque uno sabe cuánta cuota de esperanza se mezcla con cuánta cuota de esnobismo. Como la izquierda es potencia pura, nadie debería confundir la adhesión a una corriente interna liderada por un joven con el reparto de privilegios entre hijos y entenados.
Yo no soy tan purista como los militantes de la izquierda que voto. Pero como octubre obligará a la ciudadanía a elegir entre fracciones de un mismo bloque ideológico-político, lo que aquí hemos llamado macriolismo, y como no hay razones estratégicas para preferir a uno u otro, esta vez nada nos apartará del principio esperanza.