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Juan José Saer, El Grande

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Cuando se estrenó Matrix, determinados efectos especiales causaron sensación. Estaba esa escena en la que Neo detenía las balas y esa otra en la que la cámara giraba casi 90 grados y nuestro héroe se tiraba hacia atrás mientras las balas pasaban por sus costados. La escena mostraba en detalle no sólo las balas, sino también la dirección que éstas hacían en el aire, con precisión y lentitud. Los Wachowsky detenían el plano, lo volvían eterno durante segundos, para que percibiéramos en todo su esplendor fenomenológico las piruetas del elegido esquivando los plomos. Todos se maravillaban en el cine, salvo los lectores de Juan José Saer, que ya venían leyendo desde hace rato estos “efectos especiales” en sus extraordinarias novelas. La diferencia estaba en que Saer elegía detener el tiempo y mostrarlo en todo su viscoso esplendor en situaciones menos sensacionalistas que las de Matrix. Por ejemplo, el corte de un salamín en una tarde de calor al comienzo de Nadie nada nunca: “Va cortando, sobre la tabla, sin apuro, rodajas de salamín. Cuando ha cubierto casi toda la superficie del plato blanco de rodajas rojizas, lo pone en el centro de la mesa, junto al pan y los vasos”. Mientras el personaje corta el salamín, Saer corta las frases con sus comas de escalador, perfectas. De esta manera, el escritor podía detener el tiempo para narrar cómo sus personajes fornicaban, comían, dormían, bailaban. O, por el contrario, acelerarlo y darle el timing de un thriller para esa parte central de esta misma novela en la cual alguien empieza a matar caballos. A pesar de que detrás de cada relato o novela suya, del proyecto Saer, se veía una inteligencia implacable y una pulsión vanguardista, el tono de la narración nunca llegaba a ser extremadamente culto o acartonado. Saer sabía demasiado y por eso sabía que no sabemos nada. Que todo, hasta la realidad, es improbable, aunque para algunos, en la memoria, ciertas partes de ella nos resulten imborrables. Los comienzos de sus relatos parecen dictados por personas comunes, sencillas: “Es si se quiere, octubre, octubre o noviembre, del sesenta o del sesenta y uno, octubre tal vez, el catorce o el dieciséis, o el veintidós o el veintitrés tal vez, el veintitrés de octubre de mil novecientos sesenta y uno pongamos –qué más da–”, escribe, al comienzo de Glosa. Y en La ocasión, al inicio, escribe: “Llamémoslo nomás Bianco”. Al leer ahora los borradores de sus trabajos que se han ido publicando, sabemos que Saer elegía ciertas estrategias de escritura siguiendo un patrón de verosimilitud. Por ejemplo, en los borradores que llevaron a la escritura del Limonero real, en un principio era Wenceslao –uno de los protagonistas– el que narraba, pero se ve que en algún momento Saer percibió que ese personaje, un hombre al que se le había muerto el hijo, un hombre elemental, con sólo la cultura de la tierra, no era creíble narrando con los soportes sofisticados que le imponía el escritor a esa Odisea de bolsillo. Leamos: “Amanece y ya está con los ojos abiertos. Parece no escuchar el ladrido de los perros ni el canto agudo y largo de los gallos ni el de los pájaros reunidos en el paraíso del patio delantero que suena interminable y rico, ni a los perros de la casa, el Negro y el Chiquito, que recorren el patio inquietos, ronrroneando excitados por el alba…”. Miren cómo era cuando narraba Wenceslao: “Sabe amanecer, y ya estoy con los ojos abiertos. Si no está nublado, por la ventanilla abierta en la pared del rancho, a un costado de la cama, veo una parte del cielo rojo; pero si se nubla como suele pasar en los amaneceres de invierno sobre todo, abro despacio los ojos y veo colarse por las rendijas de la ventana cerrada destellos opacos de una luz gris”.

En su última novela, La grande, Saer –como hizo Spinetta al juntar a las bandas eternas– reúne a todo su equipo para despedirse: Tomatis, Escalante, El gato, Pichón Garay, Barco, Washington Noriega, Marcos y Clara Rosemberg, etc. Claro que, con el resultado puesto, parece una despedida, pero en realidad la obra de Saer no termina con esta novela ni la de Spinetta con ese recital, sigue y sigue y sigue, para siempre joven en su intensa singularidad.