La rara estética de Martín Palermo, su manera de inclinar el cuerpo para darle a la pelota desde la posición que sea y del modo que fuere, su gran altura y sus raros peinados nuevos siempre fueron carne de cañón para las anteriores generaciones de periodistas. En medio de un fabuloso marketing, algunos se encandilaron con el platinado de su pelo. Otros, en cambio (tengo el orgullo de estar en esta fila), vimos que Palermo era un goleador fantástico, de esos a los que la historia siempre les tendrá guardado un lugar. No importa de qué color tenga el pelo, no importa qué modelo de botines esté tratando de imponer, no importa si gritó el gol frente a un cartel de una marca que le pagó un dinero. Palermo es un monstruo. Esto no es ni intenta ser un descubrimiento. Sólo es un acto de justicia para un futbolista al que, todavía, algunos llaman “burro”.
Alejandro Apo siempre cuenta que una tarde se encontró con Adolfo Pedernera en la esquina de Suipacha y Avenida de Mayo. Y que el Gran Adolfo le dijo, en medio de una charla de cortesía: “Está bien, yo jugaba bárbaro, pero cuando se mueran todos los que nos vieron jugar, sólo se van a acordar de Labruna, que era el que metía los goles”. Por suerte, falta mucho para que se mueran todos los que vieron jugar a Riquelme, Palacio o Battaglia. Desde ya, Palermo será el primer apellido que surgirá nítidamente en el recuerdo de esta época. La existencia de los videos nos puede hacer ver a un jugador que evolucionó de manera constante, que jamás se estancó ni se dejó vencer aun cuando parecía que la mala fortuna se había ensañado con él. Basta con recordar una rotura de ligamentos cruzados de la rodilla derecha en la cancha de Colón –así convirtió su gol número 100– o la fractura que le produjo la pared de una tribuna que se desmoronó en el festejo de un gol en España.
El hecho de que el mismísimo Maradona haya errado cinco penales consecutivos sirve de consuelo –creo que para siempre– a todos los demás futbolistas que fallen un tiro desde los doce pasos. Pero ni siquiera este antecedente salvó a Martín del escarnio público cuando no convirtió los tres penales en el partido contra Colombia en la Copa América ’99. Ahí las voces se alzaron y los dedos señalaron acusadores, como suele suceder en este bendito país y, sobre todo, en este bendito juego. “¡Burro!”, le gritaron otra vez. En las transmisiones de radio o de televisión se buscaron mil eufemismos para no decir lo que realmente pensaban: que por poner a Palermo, Bielsa era un loco y un estúpido que, encima, le daba la responsabilidad de patear tres penales. Bielsa, en realidad, no quería que Martín tirara el tercero, pero el goleador desobedeció, por aquello que decía Carlos Bianchi, que Palermo es “un optimista del gol”. Esta historia de los tres penales sucedió el 4 de julio de 1999. Y tres días más tarde hizo el gol que selló la victoria sobre Uruguay 2 a 0. Su ojo morado por un codazo y su grito desesperado como desahogo y respuesta a todos los que lo mataron es una imagen fantástica.
Ya se dijo en una columna anterior –y lo refrendo– que la proyección internacional de Palermo se frenó porque no fue a un buen equipo europeo y, más que nada, porque la dicotomía Batistuta-Crespo que nos ocupó casi todos los 90 y una buena parte de los 2000 nunca aceptó a un tercero en discordia.
El domingo pasado Palermo dio una exhibición contra Gimnasia de Jujuy. Fue una tarde en la que no encontró su gol 194 para alcanzar a Pancho Varallo. Sin embargo, debe haber sido una de las mejores actuaciones de su vida. Si bien Palermo siempre –y más cuando volvió de Europa, en 2004– fue un obrero del equipo, ahora, en medio de un recambio generacional importante, Martín guió a los pibes de Boca, les puso pelotas de gol (el pase a Fabián Vargas fue riquelmeano) y hasta se dio el lujo de tirarse atrás, hacer cambios de frente e intentar paredes cortas. Martín está en un momento en el que si Basile lo convocara, desde acá sería aplaudido. Y su gol 194, el que le hizo a Arsenal, llegó “a lo Palermo”. Ejecutó mal un penal, la pelota le rebotó al arquero Cuenca y le cayó de nuevo. Obviamente, en la segunda no falló. Tratándose de Palermo, no podía ser todo lineal, algo tenía que pasar.
Su historia es como para escribir diez columnas. Una noche de 1997, en el Monumental, Palermo le hizo tres goles a River jugando para Estudiantes. Ahí entendí que su destino estaba más arriba. Cuando llegó a Boca, ese mismo año, lo selló. El Xeneize le dio el ambiente necesario como para que sus piruetas y sus goles tuvieran el valor que correspondía. No sé si en otro club Palermo hubiese llegado tan alto. Hay cuestiones del fútbol que no se pueden explicar.
Lo que sí se puede explicar es por qué hoy estamos hablando de Palermo y por qué hizo una cantidad de goles que nadie lograba desde 1939: porque es un fenómeno, es un crack que perdurará por siempre.
Algunos les van a decir que es un burro. No importa. Díganles que sí. Total, después Palermo mete goles y nos va a dar la razón a todos los que sostenemos desde hace años que el fútbol es bastante más que un par de chiches a cincuenta metros del arco rival, ese arco que Martín conoce como nadie.