Es muy curioso que un país como el nuestro, tan jactancioso sobre sus políticas de la memoria, todos sean tan desmemoriados, al punto de que, hace unos días, durante el Juicio Etico al Periodismo promovido (con total legitimidad y oportunidad política, desde mi punto de vista) por la Asociación Madres de Plaza de Mayo, la compañera y amiga Claudia Acuña haya finalizado su alegato testimonial diciendo que “en todos estos años no supimos ni quisimos construir un espacio de debate y autocrítica”.
Los documentos que ella citó en favor de la condena que reclamaba (editoriales de la revista Gente, etc.) formaron parte del conjunto de fragmentos de discurso que les ofrecimos como material de lectura obligatoria a los alumnos de la Universidad de Buenos Aires entre 1985 y 1994 (en mi caso), en materias como Semiología del Ciclo Básico Común, por ejemplo.
A la par que una actualización teórica sin precedentes en la historia de la pedagogía de la lengua, nos propusimos el rescate de fragmentos de discurso decisivos para explicar la historia a los jóvenes que, masivamente, acudían a las aulas en busca de respuestas menos estereotipadas que las que hasta entonces habían recibido: no sólo los “discursos de renunciamiento” (el de Hipólito Yrigoyen, el de Evita) o las más festejadas piezas de oratoria peronista (el Estatuto del Peón) constituyeron la materia de aplicación de los saberes aplastados por la dictadura, sino también las odiosas piezas de Gente (“Videla para rato” era el título del editorial que festejaba el primer aniversario del Proceso de Reorganización Nacional).
No está mal repetir, cada tanto, los mismos gestos, porque la repetición no es nunca el retorno de lo mismo, pero resulta por lo menos curioso (reitero) que se proponga un gesto que retorna como gesto primero. Y ya que me he embarcado en estas rememoraciones, tal vez convenga detenerse en algunos debates muy intensos del pasado. Por ejemplo, acerca de los tribunales populares, con los cuales el que acaba de desarrollarse (con la prensa en el banquillo de los acusados) y el que se desarrollará próximamente (contra los jueces) guarda una evidente similitud, más allá de sus efectos (ahora meramente simbólicos; antes, trágicos).
En pocos días se cumplirá el cuadragésimo aniversario de la más famosa intervención de un “tribunal popular” en la historia argentina (la condena y muerte del general Aramburu, el 31 de mayo de 1970). Conviene revisar algunos hitos del debate sobre la justicia, por ejemplo la discusión entre Michel Foucault y los maoístas publicada en 1972 en la revista Les Temps Modernes.
En aquella larga charla, Foucault argumentaba (en contra de sus interlocutores) en la total inadecuación de la forma “tribunal” para dar cuenta de la justicia popular o revolucionaria.
Es difícil resumir la posición de Foucault, para quien la forma “tribunal” no hace sino reinscribir el deseo de justicia en la tradición represiva de los aparatos de justicia de la burguesía. El Tribunal Popular, insistía Foucault, no es sino la intercesión (falsa, falsificada) de una instancia neutra entre las masas y sus opresores. “En consecuencia, tengo toda la impresión de que la organización, en todo caso occidental, del tribunal debe ser extraña a lo que es la práctica de la justicia popular”.
Esa parodia tribunalicia, pensaba Foucault, es peligrosa, porque introduce una idea de “balanza” y, sobre todo, de “representación popular” totalmente extraña a la demanda (y al ejercicio) de justicia: “¿No es una manera de desarmarla en su lucha real en beneficio de un arbitraje ideal?”.
Montoneros, que pretendió en 1970 “ejercer la justicia revolucionaria”, esa “Verdadera Justicia, la que nace de la voluntad de un pueblo”, se colocó en ese estrambótico lugar de falsa terceridad (en nombre de un pueblo tan abstracto como enfáticamente invocado).
La carta de Montoneros a Perón del 9 de febrero de 1971, explicando las razones de su acción, utiliza 25 veces la palabra “pueblo”. En su respuesta del 20 de febrero, más cauto, el líder popular la usa una sola vez (y referida al año 1945, “cuando el pueblo salió a la calle dispuesto a quemar Buenos Aires”).
Foucault, para quien “Las masas –proletarias o plebeyas– han sufrido demasiado a causa de esta justicia, durante siglos, para que todavía se les imponga su vieja forma, incluso con un contenido nuevo”, presionado para que diera cuenta del modo de organización de la Verdadera Justicia, contestó con lo que ya entonces, en 1972, le parecía obvio: “hay que inventarlo”.
Cuarenta años después, seguimos repitiendo.