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Kenia y el leopardo de Hemingway

Ernest Hemingway escribió en 1936 Las nieves del Kilimanjaro, un amargo relato en el que Harry, el protagonista, muere como consecuencia de una gangrena. Con sus cinco mil ochocientos noventa y cinco metros de altura, el Kilimanjaro es la montaña más alta de Africa. Al comienzo del cuento, el autor dice que cerca de la cima nevada se encontró el esqueleto seco y helado de un leopardo, y que nunca nadie se pudo explicar qué estaba buscando el leopardo por aquellas alturas.

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Ernest Hemingway escribió en 1936 Las nieves del Kilimanjaro, un amargo relato en el que Harry, el protagonista, muere como consecuencia de una gangrena. Con sus cinco mil ochocientos noventa y cinco metros de altura, el Kilimanjaro es la montaña más alta de Africa. Al comienzo del cuento, el autor dice que cerca de la cima nevada se encontró el esqueleto seco y helado de un leopardo, y que nunca nadie se pudo explicar qué estaba buscando el leopardo por aquellas alturas.

La amplia llanura, cobriza y encarnada por el sol, los bosques y la maleza, y los rastros de los animales que llegan hasta los charcos secos son una síntesis de la geografía que nos viene a la imaginación cuando hablamos de Kenia. Se trata de una de las mayores economías de Africa y el país donde está situado el Kilimanjaro, desgarrado a comienzos de 2008 por “una clara purga étnica”, según las palabras de Jendayi Frazer, la secretaria de Estado adjunta para Asuntos Africanos de EE.UU.

En las elecciones presidenciales del 27 de diciembre de 2007 se impuso Mwai Kibaki por sobre Raila Odinga, calurosamente apoyado en su campaña por Barack Obama como un verdadero “agente del cambio”. En medio de acusaciones aparentemente fundadas de fraude se desató la violencia, los muertos superaron el millar, hubo más de trescientas mil personas desplazadas a campos –y a otros lugares trescientas mil más– y los daños materiales fueron incontables. La Asociación Keniata de Productores estimó que la economía perdería cuatrocientos mil puestos de trabajo en la primera mitad de 2008.

El presidente Mwai Kibaki pertenece a la tribu kikuyu, que representa el 24% de los keniatas. El “brazo armado” son los mungiki, inicialmente un culto secreto cuyo objeto era recuperar las raíces de la cultura kikuyu, borradas por las transformaciones de la colonización. Hoy se han transformado en un grupo manipulado políticamente que cobra “impuestos” para permitir la circulación de ómnibus en las rutas, y para el acceso a los vertederos de agua o baños colectivos en las “villas miseria”.

Raila Odinga es un luo, tribu que agrupa al 13% de la población. En Nakuru, la tercera ciudad del país, a lo largo de un camino suburbano de tierra, los kalenjin celebraban a comienzos de 2008 un “consejo de guerra”. Un jefe, cien hombres, machetes, palos, barras de hierro y directivas políticas: atacar a los kikuyu, incendiar sus casas, destruir sus comercios. Quienes no son kikuyus en Kenia piensan que éstos han monopolizado el poder económico y político, lo que los vuelve un núcleo de resentimiento.

Desde 1963, fecha de su independencia, Kenia fue tradicionalmente el país que acogía a los otros, un ejemplo de estabilidad política, un país de esperanza para el continente, un paraíso para los turistas, una oportunidad para los inversores occidentales. Pero a pesar de haber crecido el 6% durante 2007, durante el período posterior a las elecciones –según las palabras del presidente de la Comisión de la Unión Africana, Alpha Oumar Konaré– sólo se habló de depuración étnica, de genocidio, de una realidad virulenta que no dejaba ver el camino para llegar al foco del incendio.

Kennedy Ingosi pertenece a la etnia luo. Un grupo de hombres irrumpió en su barrio de Naivasha cazando a golpes de machete a todo aquel identificado como luo. El huyó y dos días más tarde se reencontró con su mujer. “Sólo quiero que nos saquen de aquí y nos protejan para que los mungiki no nos maten en la ruta”. Kenneth, que no llega a los veinte años, trata de encontrar algún mueble sano en su casa incendiada, a las afueras de Nairobi. “Soy kikuyu, mi vecino es luo, y nosotros no queremos esta guerra, siempre hemos vivido el uno al lado del otro. Pero hemos sido tomados como rehenes. Es como un vaso que se ha agrietado. Todavía el agua está en el interior. Pero si la brecha se agrava, toda el agua caerá y nada va a quedar de nuestro país.” En Nakuro, el trabajador de una funeraria que pidió no ser identificado dijo que allí había visto sesenta y cuatro cadáveres, con heridas de arma blanca, atravesados por flechas o quemados. Como contrapartida, algunas mujeres kikuyu no hablan de odio sino de tristeza. “Nos ayudamos. Ellos trabajan en el cultivo de flores. Con sus sueldos hacen funcionar nuestros negocios. Somos parte de un mismo ciclo. ¿Cómo viviremos cuando se vayan?”

Mientras Odinga clamaba por el abandono de Kibaki a la presidencia y por la realización de nuevas elecciones, el ex secretario general de las Naciones Unidas Kofi Annan aterrizó en Kenia en carácter de mediador nominado por la Unión Africana (AU), con la idea de una “grandiosa coalición”. La iniciativa fue fustigada por quienes postulaban una democracia multipartidaria y encomiada por los que veían en el hiper presidencialismo keniata una de las fuentes de la volatilidad política del país. Luego de sentarse en una misma mesa, Kibaki y Odinga aceptaron ser respectivamente presidente y primer ministro.

En la 12ª Asamblea Cumbre Ordinaria de Jefes de Estado y de Gobierno de la africana IGAD (Autoridad Intergubernamental en Desarrollo), que tuvo lugar en Addis Abeba, Etiopía, el presidente Mwai Kibaki declaró que el gobierno de la coalición había concretado un amplio rango de medidas dirigidas a promover la cohesión nacional, dando prioridad a la localización de los desplazados durante la violencia post eleccionaria, y que Kenya estaba comprometida a impulsar un proceso de reformas legales y constitucionales de modo de asegurar que no se repitieran en el futuro los episodios de enfrentamientos. En septiembre de 2008, el primer ministro Raila Odinga declaró que estaba preparado para lidiar con los sectores rebeldes de su propio partido que postulan una “grandiosa oposición”. “Nadie teme a un equipo de oposición”, declaró Odinga, “porque todos estos años hemos estado allí”. La vida continúa, y está bien si es la vida lo que continúa.

Los problemas vividos en Kenia, y los que persisten en Sudán y Somalia, por citar un par de ejemplos, sólo son atendidos por la opinión pública occidental cuando adquieren el formato de tragedias que golpean la sensibilidad a través de cuerpos mutilados que se apilan en la pantalla del televisor. Sin embargo, la dimensión tribal africana es de una alta inestabilidad, y requiere de una observación permanente. Cualquier mediación debe considerar fórmulas que contemplen la idiosincrasia de los actores, y dejar a un lado el afro-pesimismo. Hacer lo que no se hizo cuando las potencias colonialistas tajearon el mapa y fijaron las fronteras, sin tomar en cuenta las realidades nacionales.

De lo contrario, como en un vertiginoso retroceder del celuloide, el esqueleto seco y helado del leopardo que buscaba algo desconocido en las nieves del Kilimanjaro recuperará su carnadura, sus garras letales, el grosor de sus colmillos y, cruzando unas montañas con profundos valles de selvas verdes y declives cubiertos de bambúes, llegará a los suburbios para mostrar algo conocido, lo vandálico de su instinto.


*Ex canciller.