Un amor dedicado, delicado. Invaluable. Kodama con Borges. Borges por Kodama. Kodama de Borges. Kodama sin Borges… No hay preposición que alcance para definir una unión llena de matices y misterios. Su reciente muerte –el cesar de sus pasos ligeramente elevados por las calles de Recoleta–, reavivó polémicas, habilitó preguntas. Enseguida se hicieron cálculos, proyecciones antes vedadas. En vida, la consideraron viuda recaudadora; obstáculo de apropiaciones. Y los epítetos solían crecer con furia ante sus negativas de derechos. Fue repudiada por muchos para defender a algunos. No comprendía que otros quisieran hacer lo mismo que su compañero de vida, o más bien lo consideró imposible. Solo a través de la lectura se alcanza a ser borgeano.
Ella se mantuvo al margen, testimoniando, sin demasiadas exposiciones. Corriéndose apenas el mechón lacio que le llovía en el rostro, parecía otear el horizonte de sus recuerdos, atando cabos de los textos y las experiencias que vivieron juntos. Los textos de Borges que parecen proliferar en el tiempo.
Pero las experiencias no son mudables. A veces se cuentan, trasladándose renovadas en relatos infieles. Como la que intentaré dejar aquí, gracias al sabor que persiste en mis papilas, inolvidable, nuevo.
Una mañana en San Petersburgo, hospedada en un hotel recóndito y elegante, cerca de la Plaza del Palacio, junto con otros escritores (Pablo de Santis, Guillermo Martínez, Samanta Schweblin), desperté con la ilusión de conocer la casa de Nabokov, a unas pocas cuadras de allí. El estímulo del desayuno me permitió abandonar la cama. En el salón relativamente oscuro, quizá por la abundante boiserie, intacta y silenciosa, alcancé a ver el cabello cano. No me animé a invadir su mañana. Me senté alejada, imaginando sus desayunos con Borges. Al levantarme para servirme algunas de las exquisiteces que ofrecían, me topé con Kodama frente a la bandeja de los arenques.
Me miró entre inquisitiva y desafiante. “¿Probaste los arenques? Están riquísimos”. Comprendí que era una doble invitación: a desayunar con ella, y a iniciarme en los marinados a las 7 AM. Nos quedamos hasta casi las 9, conversando exclusivamente de Borges, sus platos preferidos, los escritores rusos, sus libros, sus casas (visitamos luego la de Nabokov, Dostoievski, Pushkin), y por supuesto, de los diferentes tipos de arenques.
Aún hoy persiste el sabor intenso de esa mañana, que me permitió descubrir el recelo de la intimidad.
La obra de Borges es nuestra (inclusivo que abarca toda la humanidad), pero una parte de su vida se fue con María Kodama.