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La apuesta melancólica

Hoja de otoño 20240608
Imagen ilustrativa | Otoño | Unsplash | Tommaso Pecchioli

El otro día, con un amigo, comentábamos un tanto amargamente lo laborioso que se nos está haciendo asumir aquella consabida y tan citada formulación de Spinetta: “Aunque me fuercen, yo nunca voy a decir/ que todo tiempo por pasado fue mejor/ mañana es mejor”. ¿Será por la edad que ya tenemos? ¿Será por los tiempos que corren (y que, más que correr, se estancan)? ¿No es necesario consignar, en cualquier caso, que la canción en la que Spinetta escribió y cantó esas palabras es de 1973? ¿Y no cabría además detenerse en examinarla y subrayar que, respecto del pasado, no es el presente lo que Spinetta elegía y ensalzaba, no era su hoy, no era el ahora, sino en verdad el futuro: un mañana que todavía no existía más que como imaginación y deseo, y que en verdad no se sabía cómo habría de ser exactamente?

Tan sólo en una distribución conceptual más bien convencional cabe asignar un conservadurismo intrínseco a quien demuestre cierto apego al pasado y, por contraste, una automática disposición de cambio a quien prefiera la proyección de futuro. Hay pasados de fijación que propenden a mantenerse siempre iguales a sí mismos, pero hay pasados que soñaron futuros, y hasta se lanzaron jubilosamente a forjarlos, y esa impronta está disponible solamente en una vuelta atrás. Y hay futuros que, pese a serlo, nada ofrecen que resulte de veras distinto, que se abren en apariencia, pero no tardan en verdad en cerrarse y aplastarse en una abulia de más de lo mismo.

En la discusión que León Trotsky entabló con los futuristas rusos, hace ya un siglo, era eso lo que en buena medida se planteaba: si para generar la posibilidad radical de lo nuevo, en el sentido vehemente de las vanguardias estéticas, era preciso arrasar con el pasado; o si, como alegaba Trotsky, había en eso más que nada un berretín de bohemia burguesa, y que no era sino con la tradición y respecto de la tradición que lo verdaderamente nuevo podía realmente producirse.

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Trucos de agitación

El Cuenco de Plata publicó recientemente La apuesta melancólica de Daniel Bensaïd, en traducción de Horacio Pons. En su desarrollo, Bensaïd va ensayando toda una reformulación conceptual de los tiempos. Por lo pronto, del futuro. Cualquier vertiente teleológica, incluso las más optimistas, incluso las revolucionarias, no hacen sino inmovilizar el futuro al darlo por ineluctable, y al presente lo encajonan al dotarlo de una orientación sin margen ni alternativas. A esa temporalidad continua y prefijada, la de una fe de evolución paradójicamente anticuada, opone Bensaïd la visión de un tiempo discontinuo y abierto por definición, un tiempo de contingencias e irrupciones y disrupciones, uno en el que el acontecimiento encuentra su tenor más cabal: “una temporalidad que pulveriza la duración, rompe las causalidades, hace que se entrechoquen las secuencias pasado-presente-futuro”.

Esta reconsideración del tiempo transforma la visión del futuro, el tiempo que vendrá, porque vendrá sin fatalismos ni certezas previas (rasgos propios de lo que fue, más que de lo que será, en el sentido en que comúnmente se dice que algo “estaba escrito”: no era, pero ya era). Y no puede sino afectar también la manera en que se entiende el pasado. Y más específicamente, esa forma de afectividad del pasado que supone la melancolía. Porque no hay en la melancolía, tal como la estudia Bensaïd, un apagamiento entristecido que apacigüe y paralice, no hay un empastamiento taciturno que se anula en la inacción, este apego melancólico no frustra ni el presente ni el futuro. Por el contrario, Bensaïd detecta y reivindica un componente melancólico que existe en quienes más y mejor se dispusieron a un tiempo abierto a lo nuevo. “El gran relato de la emancipación moderna”, dice, “es el de un progreso de sentido único. Al cambiar  el sentido de la espera, la aceleración de los tiempos desata la antigua relación entre la profecía y la liberación política”. Y más adelante: “La crisis de la idea de progreso es ante todo la de sus depositarios oficiales, sin aliento histórico en un sistema librado a la irracionalidad creciente del capital”. Bensaïd propone por fin su serie de melancólicos: Robespierre, Lenin, Benjamin, Mariátegui, Guevara, Trotsky: “Nada que ver, decididamente, con esas melancolías sin revolución, para siempre en duelo por un acontecimiento traicionado”.